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Por amor al presidente romance Capítulo 1

Las noches en la Casa Blanca olían a cera pulida y a la promesa silente de los siglos, bañando el lugar con un aroma adinerado a poder, traición y subyugación. Décadas de poder se asentuaban en esas paredes que la Primera Dama tocaba a medida que caminaba.

Anastasia Slova, Primera Dama de los Estados Unidos, no era solo un apelativo. Era la mujer con mayor poder dentro de los Estados Unidos, sin embargo, el poder siempre conllevaba una gran responsabilidad, y en su caso, una prisión de sangre.

Años de inseminaciones fallidas habían dejado su cuerpo cansado y su espíritu más frío de lo que ya era, pero esta noche, la esperanza, un sentimiento casi olvidado, vibraba en sus venas igual de cálido que las luces del pasillo. El resultado positivo del test de embarazo, escondido en su bolso de seda, era más que un bebé; era su salvación, su propósito, la llave de un futuro incierto pero, por fin, propio. Una pequeña vida que, quizá, podría derretir el hielo que se había formado alrededor de su corazón.

Subió las escaleras del Ala Oeste, el suave crujido de sus tacones resonando en el silencio como un presagio. La luz aún encendida en el Despacho Oval le aseguró que su esposo continuaba dentro. Vance. Siempre trabajando. Una mueca irónica se dibujó en sus labios. “Trabajando” era la palabra clave en su matrimonio.

Un matrimonio de conveniencia, de alianzas políticas, de titulares de prensa y apariciones públicas. Nada más.

Se detuvo en el umbral, una sonrisa tierna y cautelosa asomando en sus labios, el mensaje del embarazo vibrando en su pecho, lista para compartir la noticia que cambiaría sus vidas para siempre. No esperaba amor, no ya, pero sí quizás un atisbo de alivio, de camaradería. Una razón para que la fachada se sintiera un poco menos hueca. Ambos esperaban ese bebé con anhelo; ella para no sentirse sola en aquel enorme lugar, y él para sentirse poderoso, viril. Estaba cansado de los comentarios amarillistas en la prensa sobre su potencia, y eso marcaría un precedente.

Oswall, el escolta personal de Vance estaba en la puerta, de piernas separadas y una mirada gélida. Cuando se encontró con la Primera Dama cuestionó un poco los motivos por los que estaba allí, pero ella agregó que necesitaba conversar con su esposo.

—Esta ocupado, señora —respondió Oswall.

—¿Para su esposa?

—Para todos.

Ella sonrió más grande.

—Oswall, ¿hace cuánto nos conocemos?

—Ocho años, señora.

—¿Y aun no sabes que lo que quiero lo consigo? —preguntó, haciendo que ocultara su rostro—. Quiero ver a mi esposo. No es una petición de esposa. Es de Primera Dama. Abre la puerta.

Oswall intuía lo que sucedería, y por años le ocultó la verdad. Solapó lo que Vance hacía, hizo lo que Vance quería. Apreciaba a la señora, era buena con él, y no era justo lo que le sucedía.

—¿Me dejarás entrar? —preguntó Anastasia.

Oswall asintió.

—Adelante —dijo abriendo la puerta.

Anastasia le tocó el hombro.

—Saluda a Maggie y dale un beso al bebé.

Oswall le dijo que lo haría con gusto y Anastasia cruzó el umbral del despacho. La sonrisa que le brindaba a Oswall se esfumó.

El horror gélido le heló la sangre en las venas.

Sobre el majestuoso escritorio Resolute, bajo la mirada imponente de los bustos presidenciales, el Presidente Nathaniel Vance estaba cogiendo con Rebecca Thorne, a asesora política, a confidente de Anastasia, la mujer que había compartido té con ella, había hablado de estrategias de vestuario, había escuchado sus frustraciones con los protocolos de la Casa Blanca.

Rebecca.

Los gemidos, los crujidos del cuero del sillón giratorio, el inconfundible sonido de la carne contra la carne. Todo profanaba no solo su matrimonio, sino la misma santidad de la Oficina Oval.

Estaban entrelazados igual que los cordones de un zapato más ajustado, gimiendo, bombeándose contra el cuerpo del otro. Las uñas de Rebecca estaban en la espalda del hombre que por tantos años vio vestirse y desvestirse frente a ella; el mismo hombre que hizo votos de amor en su matrimonio ruso. El mismo hombre que le juró serle fiel aun cuando su matrimonio era conveniente.

El zapato de suela roja de Rebecca cayó de su pie y gritó cuando alcanzó el orgasmo. Su frente estaba empapada al igual que su sexo, y sonriéndole a Nathaniel lo besó hasta arrancarle un gruñido. Nathaniel le susurró que cada vez que cogían era mejor que la vez pasada, y justo cuando giró su cabeza fue que la vio.

Rebecca, con el cabello castaño revuelto y los ojos vidriosos, soltó un pequeño grito ahogado al verla. Vance, con el rostro enrojecido por el esfuerzo, detuvo los besos en su cuello y sus ojos azules, los mismos ojos que la observaban con severidad en la portada de cada periódico, se abrieron de golpe, en un atisbo de sorpresa fugaz antes de que una máscara de fría indiferencia cayera sobre ellos. Su Nathaniel, su esposo, siéndole infiel.

Lo esperaba, no lo negaría. Tantos años sin sexo tendrían una consecuencia, pero de todas las que podía cogerse, ¿por qué ella?

El silencio fue ensordecedor, solo roto por el latido desbocado del corazón de Anastasia ante la sorpresa.

Anastasia, con una voz que apenas reconoció, fría como el hielo siberiano que llevaba en las venas, susurró:

—Rebecca.

Su nombre se sintió como una blasfemia en esa habitación. Rebecca se encogió, intentando cubrirse con las manos temblorosas. Vance, con una calma espeluznante, se enderezó, ajustando su ropa con una lentitud exasperante. Vance, mirándola sin pestañear, con un tono que denotaba aburrimiento más que vergüenza, miró a Anastasia mientras se abotonaba el pantalón.

Su pecho fornido y musculoso por tantas horas diarias en el gimnasio resplandecía de sudor, y Rebecca suspiró al verlo.

—¿Hay algún problema, Anastasia? —preguntó Nathaniel sin atisbo de culpa—. Pensé que estarías en tus aposentos. Esto es una... reunión de trabajo confidencial. Ya es tarde para deambular.

La falta de arrepentimiento, la pura y descarada indiferencia, fue como una bofetada más potente que cualquier golpe físico. Anastasia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. No sabía cómo afrontarlo. Era la primera vez que veía a su esposo coger con alguien que no fuese ella la noche de bodas.

Verlo llegar al clímax, sentir la bofetada de la indiferencia, verla a ella tan sonrojada y nada pudorosa, la hizo sentir náuseas.

1 | Reunión confidencial 1

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