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Por amor al presidente romance Capítulo 2

El eco del portazo aún vibraba en los oídos de Anastasia, en una sinfonía macabra de la humillación que acababa de sufrir.

Cada paso por los largos pasillos de la Casa Blanca, bañados por la pálida luz de la luna que se filtraba por las altas ventanas, era un acto de desafío. Sus tacones resonaban con una cadencia implacable, marcando el ritmo de la furia que la consumía.

No se dirigía a sus aposentos con la cabeza gacha, sino con la mandíbula apretada y los ojos fijos en un punto invisible, visualizando las cenizas de un imperio.

El test de embarazo en su bolso, antes un símbolo de esperanza, ahora se sentía como una granada con el detonador quitado.

Al llegar a su ala privada, la imponente puerta de madera se cerró detrás de ella con un clic definitivo. La opulenta habitación, decorada con un gusto que no era el suyo, pero que le recordaba a la jaula de oro en la que vivía, se sintió fría y vacía. Se quitó los tacones con un gesto brusco, luego se arrancó el vestido, dejando caer la seda al suelo como una piel muerta.

Después de ese leve llanto en el pasillo, no hubo más lágrimas. Su padre le enseñó que las lágrimas eran para los débiles, para las heroínas de novelas baratas que no conocían el frío pragmatismo de su linaje. Su padre, un hombre que forjó un imperio en la Rusia post-soviética a base de acero y sangre, nunca la había enseñado a llorar. La había enseñado a prevalecer aun después de la caída.

Se dirigió al baño, la luz halógena revelando la palidez de su rostro y el temblor apenas perceptible de sus manos. Abrió el grifo, el agua helada golpeando sus muñecas, un intento de calmar la ebullición en su alma. Recordó la mirada de descaro de Rebecca, la indiferencia de Vance. Su propia voz, rasgando el aire con promesas de infierno, y el eco de la bofetada. Esa satisfacción momentánea no era suficiente. Necesitaba una venganza que trascendiera lo personal, que los hiriera donde más les dolía: su poder, su reputación, su legado.

Salió del baño, la toalla envolviendo su cabello, y se sentó frente a su escritorio, un mueble antiguo y pesado que, irónicamente, había sido un regalo de bodas de Vance. Abrió un cajón oculto con una pequeña llave que llevaba siempre consigo. Dentro estaba un teléfono satelital viejo, de un modelo casi obsoleto, una reliquia de sus días en Moscú, pero con la encriptación más robusta. Era su línea directa a su verdadero hogar, a la única persona en el mundo que entendía el lenguaje de la venganza y el poder que ella hablaba. Marcó un número largo, la combinación de dígitos grabada en su memoria desde la infancia.

El tono sonó una, dos, tres veces antes de que una voz grave y áspera, familiar, pero distante, respondiera al otro lado del mundo.

Voz (con un acento ruso marcado, la voz ronca por el tabaco):

—Diga —dijo con un acento ruso marcado y voz ronca por los años de tabaco consumido—. No tengo toda la noche.

—Padre, soy yo, Anastasia.

Su voz, aunque en ruso, sonaba como un cristal roto.

Hubo una breve pausa al otro lado de la línea.

Su padre no era hombre de conversaciones ociosas.

—¿Qué sucede? No llamas a estas horas a menos que el Kremlin esté ardiendo, o el mundo se haya vuelto del revés.

La mirada de Anastasia se endureció, sus ojos ahora gélidos y calculadores. No quedaba rastro de la mujer humillada de hace un momento, ni de la que fue dócil u suave con Nathaniel por años.

—El mundo no está ardiendo, padre, pero mi matrimonio sí, y arrastrará consigo a una nación —dijo en un susurro.

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