—¿Lo ves, David? —preguntó.
—Sí, señor. Claramente.
Sus ojos escudriñaron la pantalla.
—¿Alguna duda sobre su autenticidad?
—Ninguna. La metadata es impecable. El remitente irrefutable.
—¡Maldita sea! —gritó el hombre.
Las miradas fueron a Vance.
—Presidente, ¿qué vamos a hacer?
Vance estaba igual de anonadado que el resto. La diferencia era que él debía ordenar lo que el resto haría. Debía mantener la calma y actuar como su fuese el amor y señor de todo.
—Vamos a contenerlo antes de que se propague como una plaga.
—¿Y ella?
—Ella acaba de firmar su propia sentencia —dijo alejándose.
—Pero, señor, el collar ha estado desaparecido por casi un año. La investigación del Servicio Secreto sigue abierta.
—Cierre la investigación ahora y preparen un comunicado, algo genérico que nos haga salir de este maldito problema.
—¿Rebecca...? —preguntó.
Vance le dio una última mirada.
—Ella se encargará de Rebecca.
La escena se desenvolvía en la fría luz de la madrugada dentro de la Oficina Oval, el epicentro del poder estadounidense transformado en una sala de guerra improvisada. Nathaniel Vance, con el rostro tenso y los ojos afilados por la privación del sueño y la furia contenida, se enfrentaba a David Hayes, su Jefe de Gabinete, un hombre cuya lealtad era incuestionable, pero cuya preocupación crecía con cada segundo que pasaba.
Sobre la pantalla de una laptop segura, aún abierta y reflejando la imagen con una nitidez escalofriante, brillaba la prueba irrefutable: una fotografía de Rebecca Thorne. No era una imagen cualquiera; era una instantánea que la mostraba con el cabello recogido, una expresión concentrada... y un collar de diamantes resplandeciendo discretamente en su cuello.
No cualquier collar.
Era la joya que el Presidente le había regalado a Anastasia en su segundo aniversario de bodas, un año atrás. Un objeto que, desde entonces, había sido objeto de una exhaustiva y frustrante búsqueda interna en la Casa Blanca, involucrando incluso al Servicio Secreto, que lo había catalogado como "desaparecido" en un expediente que seguía engordando con cada pista falsa.
La fotografía había llegado apenas unos minutos antes, a las tres y veinte de la madrugada, a la cuenta de correo electrónico oficial del Presidente, una cuenta que, en un giro malévolo del destino, Anastasia había usado como remitente. Sin texto, sin explicación, solo la imagen. Un golpe silencioso, quirúrgico, pero con el peso de una bomba. Anastasia no solo había revelado la traición, sino que lo había hecho con una prueba tangible y una humillación pública inminente que hacía que el poder de Vance se tambaleara.
¿Qué clase de personas rodeaban al presidente Vance?
Vance se frotó las sienes, su mente en modo de control de daños. No había tiempo para la vergüenza, solo para la estrategia. La bofetada de la Primera Dama a Rebecca horas antes había sido un aviso. Eso era la declaración de guerra formal, y Anastasia, la "extranjera" que muchos subestimaban, había demostrado ser un enemigo formidable que usaba las mejores cartas ocultas.
Minutos después, la escena cambió. Rebecca Thorne, con la mejilla aún hinchada y su labio partido, permanecía de pie, visiblemente nerviosa, frente al escritorio. David Hayes, con su laptop abierta, esperaba las órdenes, mientras Vance la fulminaba con la mirada y la hacía sentir más pequeña de lo que era.
—Rebecca. —La voz de Vance era un susurro peligroso, más aterrador que cualquier grito—. ¿Explicaciones?
Rebecca tragó saliva, su labio partido comenzaba a sangrar ligeramente por el temblor que la sobrepasó.
—Nathaniel, yo... —comenzó, su voz temblorosa—. Yo no... no sé cómo lo consiguió. Tal vez lo vio en algún lugar, lo reconoció. No es una prueba de nada, soy inocente, me conoces.
Vance afiló sus preguntas.
—¿No es una prueba de nada? —Vance se acercó a ella, su voz siseando—. ¿Crees que soy estúpido? ¿O que mi equipo lo es? Ese collar estaba en un lugar seguro. Solo tú y yo sabíamos dónde. ¿Y ahora está colgado de tu cuello, en una jodida foto que Anastasia me ha enviado? ¡Esto es una prueba irrefutable!
—Pero... pero Anastasia es una mujer celosa, irracional —Rebecca intentó argumentar, con un tono desesperado—. Esto es un ataque personal. No tiene implicaciones políticas.
—¡Es un ataque personal que ahora tiene implicaciones políticas enormes! —gritó Vance, golpeando el escritorio con el puño—. ¡Proviene de la Primera Dama! ¡Si esto se filtra, es el fin de mi presidencia! ¡El fin de mi reputación! ¿Entiendes la gravedad?
—Ella es una extranjera, nadie la escucharía —insistió, su voz subiendo de tono, con una chispa de su antiguo descaro asomando, pero teñida de pánico—. Nadie le creería a una rusa excéntrica.
—¡Una extranjera cuyo padre es un oligarca ruso que posee más influencia que algunos países! —Vance replicó, su paciencia agotándose—. ¡Una extranjera que ha vivido en esta casa y conoce cada maldito secreto! ¡Cada rincón de la telaraña que hemos tejido! Si perdemos el poder de Anastasia, lo perdemos todo, ¿entiendes?
David Hayes, con su mirada práctica, intervino.
—Señor, necesitamos contener esto. Si esa imagen sale de aquí, el daño sería catastrófico. No es solo el collar, es la implicación. La infidelidad en la Oficina Oval. La Primera Dama con pruebas tangibles, las donaciones anónimas. Tenemos m****a hasta el cuello y no sabemos flotar. Tenemos que hacer algo ahora.
—¿Ya tienes la respuesta? —preguntó una voz profunda al otro lado de la línea encriptada, la de su padre.
—El silencio es la respuesta, padre. Significa pánico. Significa que están buscando una solución, un chivo expiatorio — respondió, sus labios curvados en una sonrisa fría.
Tomó una taza de té, el vapor calentando sus dedos.
—¿Y cuál es el siguiente? No podemos permitirles recuperarse.
La voz de su padre era un murmullo de complicidad.
—No lo harán —dijo Anastasia, su mirada se posó en un expediente virtual que tenía abierto en su pantalla.
Contenía detalles financieros. Varios movimientos sospechosos de fondos relacionados con la campaña de Vance, y un par de donaciones anónimas a la fundación de la Primera Dama. Detalles que solo alguien con acceso privilegiado y mucha paciencia podría haber recolectado. Información que había acumulado durante años, casi por aburrimiento, sin saber nunca que algún día serían sus armas y que las usaría para destruir al hombre que amó.
—La prensa ha estado investigando una serie de donaciones dudosas a una fundación benéfica ligada a la Casa Blanca —continuó, su voz adquiriendo un tono de estratega—. Pequeños detalles, pero persistentes, que llevarán a Vance al fondo del pozo.
—¿Y qué tiene que ver eso con el collar? —preguntó su padre, con una curiosidad agudizada.
—Directamente, nada. Indirectamente, todo. —Anastasia sorbió su té—. Sembraremos una semilla de duda sobre la integridad financiera de su administración. Que lo público se mezcle con lo privado, y cuando el escándalo del collar golpee, y golpeará, la credibilidad de la Casa Blanca ya estará comprometida por otros frentes. Estarán a la defensiva en todos los flancos.
—Astuto, muy astuto, como tu madre.
Su padre concedió, y Anastasia sintió un atisbo de satisfacción.
—No quiero que el mundo solo vea una pelea de amantes. Quiero que vean la podredumbre que se esconde detrás de la fachada —sentenció Anastasia, sus ojos brillando con una luz fría y calculadora. El embarazo era su secreto, su golpe final, pero antes, había otros peones que mover y otras reglas que romper—. Enviaré un paquete anónimo a una redacción específica. Una pista. Lo suficientemente vaga para que necesiten investigar, lo suficientemente clara para que muerdan el anzuelo.
—¿Tienes a alguien de confianza para esto? —preguntó.
—Siempre tengo a alguien. —Anastasia sonrió, una sonrisa sin alegría, pero llena de poder.
Con una de sus manos, se deslizó hacia su cuello, donde otro collar de diamantes, idéntico al "desaparecido", descansaba discretamente bajo su bata de seda. Era la joya original. El "desaparecido" era una réplica exacta que ella misma había encargado, guardando la verdadera para este preciso momento.
Sus dedos acariciaron las piedras frías mientras su sonrisa se ampliaba, una expresión de triunfo puro, desprovista de cualquier calidez. El juego había comenzado, y Anastasia, la Reina Roja, acababa de hacer su segundo movimiento, moviendo fichas que ni Vance ni Rebecca sospechaban, y esa guerra, ella lo sabía, no era por amor. Era por poder, y solo una Slova iba a ganar.

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