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¿Quién es el padre de mis hijos? romance Capítulo 5

Martín reprendió a su hermano:

—Te han dicho que vuelvas después de comprar las cosas. Sin embargo, te has alejado y nos has hecho preocupar. No debes volver a hacerlo, ¡o te abofetearé!

Francisco se quedó helado, ya que era la primera vez que un niño le regañaba. Exceptuando a Bautista, él siempre era el que quería pegar a la gente en casa.

En ese momento, estallaron vítores en una esquina del aeropuerto.

—¡Lisa! ¡Lisa!

—¡Lisa! ¡Ah! ¡Lisa! ¡La diosa más hermosa!

Micaela se giró para mirar a los fans que se dirigían a la salida con frenesí.

—Fanáticos tontos. Han tirado nuestro equipaje antes y ni siquiera se han disculpado —regañó Andrea, con un aspecto adorable mientras resoplaba. Su voz era la más aguda de los cuatro chicos.

—¡Tengo verdadera curiosidad por saber qué celebridad hizo que esta gente actuara de forma tan irracional! —resopló Martín.

—¿Se ha hecho daño alguien? —Micaela se quedó sorprendida. Si sus hijos guardaban silencio, no tendría forma de saberlo.

—No. ¡Sólo tiraron nuestro equipaje y se fueron corriendo! —Martín gruñó y los miró con desprecio.

—Son odiosos. Voy a enseñarles un par de cosas. —Octavio, que también se acaba de enterar, tenía la intención de buscar venganza.

Micaela detuvo a su impulsivo hijo.

—Ven aquí.

Francisco se quedó mirando a los fans con una mirada de desdén.

—Mami, vámonos rápido. Esta gente es muy molesta. ―Francisco estaba muy molesto. Sobre todo, no quería cruzarse a Lisa porque tenía miedo de que lo reconozca.

—Muy bien, vamos. —Micaela reunió a sus hijos y se dirigió al exterior. No pensó más en la celebridad.

Francisco miró en dirección al Rolls-Royce y vio a un niño en él. Exhaló un suspiro de alivio. Como era de esperar, Gaspar había sido confundido con él.

—Mami, hay mucha gente aquí. Salgamos por allá. —Francisco temía ser descubierto por los guardaespaldas. Por eso dio un paso adelante y tiró de la mano de Micaela para guiarla hacia el lado opuesto, pero ella se dio cuenta de que la otra salida estaba más concurrida. No sabía si reírse o llorar—. ¡Cariño, hay más gente por aquí!

—¡No hay mucha gente! Es más fácil conseguir un coche allí —mintió Francisco.

Micaela vio taxis en la dirección que su hijo quería ir y fue hacia allí con el resto de sus hijos.

En ese momento, una figura alta, rodeada de guardaespaldas, salió por la puerta.

Sus rasgos eran cautivadores, y las gafas de sol que llevaba no podían ocultar su aura intimidatoria, reservada y fría, que atrajo un par de miradas atónitas de la multitud.

Enzo Gorostiaga se quedó al lado del hombre y observó la reacción de los espectadores. Estaba acostumbrado a esa escena. Su jefe era el centro de atención allá donde fuera.

Miró a su alrededor y se fijó en un par de niños a lo lejos, lo que le hizo volver a mirarlos. Tal vez fuera por Francisco que los niños de esa edad le parecían simpáticos.

Los cuatro niños llevaban ropa a juego y cada uno llevaba una mochila mientras se reunían en torno a una mujer.

Por curiosidad, Enzo volvió a echarles un vistazo.

«¿Podrían ser cuatrillizos?»

Miró a la mujer que estaba a su lado y se quedó atónito por su figura, incluso sólo al verla de espaldas.

Francisco se asomó en dirección a Enzo y fue alertado de su presencia. Giró la cabeza con urgencia.

«¡Papá está aquí!»

Enzo vio el perfil lateral del niño y se sorprendió.

—Señor Betancurt, Francisco...

—Entra en el coche. No pierdas tiempo —dijo el hombre.

Enzo volvió su mirada al coche y suspiró aliviado al ver una cara conocida en él.

Sonrió y negó con la cabeza. «Le confundí con otra persona».

Sólo a los niños les gustaban esas cosas, pero no lo rechazaría si su hijo le ofreciera uno.

—¿Esto es para papá?

Gaspar miró las golosinas que tenía en las manos antes de volverse a mirar a Bautista, que se había quitado las gafas de sol. La gente tenía miedo de mirarle a los ojos, como si encontrarse con su mirada fuera a traicionar sus secretos.

El pequeño se quedó helado. Los dulces eran para sus hermanos y no para Bautista.

—¡Yo... te daré uno!

Como había comprado cinco, no iba a poder terminarlos solo, y estaban empezando a derretirse.

Al ver que su hijo le miraba fijo, Bautista tomó el algodón de azúcar y lo mordió. El intenso golpe de dulzura en la boca le incomodó, así que arrugó las cejas.

«Esto es demasiado dulce».

—No comas demasiado de estas cosas dulces. Tendrás caries. —Bautista lanzó una mirada a su hijo.

—Francisco, ¿también has comprado uno para mí? —Enzo miró a Gaspar con una sonrisa en la cara. El pequeño parpadeó y se desplazó hacia delante para darle a Enzo dos algodones de azúcar. Ahora le quedaban dos para él. Uno de ellos ya había sido casi devorado.

—¡Gracias, pequeño! —Enzo se sentó de nuevo y comió feliz el dulce.

A Bautista se le cayó la cara cuando se dio cuenta de la generosidad de su hijo con Enzo. Después de dar dos mordiscos, fue incapaz de dar otro. Entonces se quedó mirando el algodón de azúcar que tenía en la mano mientras intentaba averiguar qué hacer con él.

Gaspar notó que Bautista se esforzaba por comerlo como si fuera una medicina, así que le dijo en un susurro:

—Devuélvemelo si no te gusta.

Bautista se dio cuenta que a Gaspar se le antojaban, así que le devolvió los dulces.

—La próxima vez, si quieres comer algo, sólo compra uno. No compres demasiados.

—¡Está bien! —respondió Gaspar. Se sentó en un rincón y comió su golosina. Sus ojos miraban a Bautista de vez en cuando.

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