Lázaro le acercó el mango del paraguas, su voz tan rasposa que casi no se oía.
—Tú llévalo.
Karina no tuvo más remedio que agarrar el paraguas con una mano, mientras con la otra se aferraba al cuello de él.
El hombre se incorporó con facilidad, y sin esfuerzo alargó las piernas y se internó en la lluvia.
Ella pudo sentirlo claramente: él ni siquiera hacía fuerza.
A su alrededor solo quedaba el golpeteo de la lluvia contra el paraguas, creando un pequeño mundo aparte, aislado del resto.
El corazón de Karina empezó a latirle con fuerza, desbocado.
La espalda de Lázaro era amplia, fuerte, firme. Incluso a través de la tela mojada, podía distinguir la potencia contenida de sus músculos. Era una sensación de protección absoluta, de esas que solo transmite la presencia de alguien irremplazable.
Así la había cargado Valentín alguna vez, pero jamás le había dado esa certeza de estar completamente resguardada, en paz, como ahora.
Pasó un buen rato antes de que Karina, incapaz de aguantarse, hablara en voz bajita:
—Sobre lo de aquella noche… Perdón.
Él no respondió.
Karina pensó que seguramente la estaba culpando.
Y claro, ¿qué clase de buena mujer deja que la lleven a casa en esas condiciones? Seguro que le causaba repulsión, hasta ganas de alejarse.
—Si quieres… podemos divorciarnos.
Los pasos de Lázaro se detuvieron en seco.
La lluvia resbalaba por el borde del paraguas, formando una cortina de agua ante sus ojos.
—¿Por qué? —preguntó él.
Karina apretó los dedos de los nervios, pero se obligó a continuar:
—No quiero engañarte. Rompí la promesa que te hice… Tú mereces alguien mejor.
Él era atento, cuidadoso, cariñoso, trabajador… Tenía casi todas las cualidades admirables que uno podría encontrar en un hombre.
¿Y ella? Veinte años, y la mayor parte de ese tiempo lo había dedicado a Valentín. En su vida pasada, hasta le entregó absolutamente todo.
Ahora se sentía hecha pedazos, desgastada, sucia.
De repente, no quería arrastrar a ese hombre tan completo hacia su propia ruina.
Él no contestó, siguió caminando con ella a cuestas.
Karina sintió cómo su ánimo se iba desmoronando, poco a poco.
Definitivamente estaba pensando en el divorcio.
Karina respiró hondo y agregó:
—Pero… perdí el acta de matrimonio.
Por miedo a que él malinterpretara, se apresuró a aclarar:
—No pienses mal, no lo hice a propósito, me la robaron. Si la recupero, te prometo que en cuanto la tenga vamos juntos al registro civil.

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