Valentín tomó el celular y, con un movimiento rápido de los dedos, desbloqueó la pantalla y abrió ese avatar tan familiar.
Mientras revisaba la información, se dio la vuelta y caminó rumbo a su oficina.
No había avanzado mucho cuando...
—¡Pum!—
Un estruendo sacudió el silencio del área de dirección, como si algo hubiera sido aventado con todas sus fuerzas contra el escritorio.
Todos en el departamento de asistentes encogieron el cuello y se quedaron sin aliento, temerosos de respirar demasiado fuerte.
De inmediato, la voz de Valentín retumbó, llena de coraje reprimido.
—¡Dante, entra de una vez!
Dante dio un brinco y, sin pensarlo, abrió la puerta.
El ambiente en la oficina era tan denso que cualquiera se sentiría ahogado.
Valentín estaba de espaldas, apoyado con ambas manos en el borde del escritorio.
Sobre la mesa, el celular de Dante yacía con la pantalla hecha trizas, las grietas se extendían como telarañas.
En el centro de la pantalla rota, brillaba la última publicación de Karina.
Ya no aparecía esa molesta línea diciendo “solo disponible tres días”. Ahora, todas sus publicaciones estaban abiertas.
Pero no había nada. Todo lo relacionado con él había desaparecido; Karina se había encargado de borrar cada huella con sus propias manos.
Valentín no apartaba la mirada del nombre “Lázaro”, sus pupilas casi ardían de rabia.
—¿Ya diste con ese tipo? —preguntó con los dientes apretados.
Dante no quiso perder ni un segundo y rápidamente le acercó la tableta.
—Ya encontramos la información, Sr. Valentín.
—Es el jefe de bomberos de Puerto Escondido.
Valentín tomó la tableta. Sus dedos, largos y elegantes, se deslizaron por la pantalla.
—¿Puerto Escondido?
Repitió el nombre en voz baja, con una sombra oscura en la mirada.
—Me acuerdo que hace poco doné dos carros de bomberos a esa estación, ¿cierto?
Dante sentía el sudor resbalando por la sien. Su voz era apenas un susurro.
—Sr. Valentín… Ellos… rechazaron la donación.
¿Rechazaron?
Valentín alzó la vista de golpe, en sus ojos se agitaba una tormenta peligrosa.
Ahora entendía todo.
—Viviendo siempre al borde, ¿cómo piensa darle estabilidad a Karina?
Entrecerró los ojos y tamborileó con los dedos sobre el escritorio, calculando sus próximas jugadas.
—Creo que hace mucho no invito al Sr. Gonzalo a tomar algo.
Alzó la mirada hacia Dante, con una frialdad que helaba.
—Habla con el Sr. Gonzalo. Dile que hay asuntos de los que, como padre, debería preocuparse.
...
Durante los dos días siguientes, Karina se enfocó de lleno en los asuntos de la empresa.
Por fin, la compañía volvió a funcionar, aunque la devastadora pérdida de documentos por el incendio obligaba a empezar casi desde cero en muchos proyectos.
Por suerte, los archivos más valiosos y las patentes estaban guardados en la caja fuerte de Karina.
En ese momento, su asistente Hugo regresó, por tercera vez, de la estación de bomberos de Puerto Escondido, con una cara tan amarga que cualquiera pensaría que había mordido limón con sal.
—Señorita Karina, ya me cansé de insistir y nada más no quieren aflojar.
—Dicen que esa caja fuerte es evidencia importante del incendio y que solo el señor Lázaro puede autorizar su entrega.
Hugo la miró, angustiado, y propuso con cautela:
—¿Por qué no va usted misma, señorita Karina? Quizá así logre convencerlos.

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