El médico terminó de revisarla y habló con una seriedad que heló la sala:
—Por suerte la trajeron a tiempo. Esta chica tiene la salud demasiado frágil. Allá afuera el calor está cerca de los cuarenta grados; si se hubieran tardado más, le habría dado un golpe de calor. Eso sí puede ser mortal.
Hizo una pausa, revisando los insumos.
—Voy a ponerle una inyección para bajarle la temperatura.
Karina, aun medio inconsciente, alcanzó a entender y de inmediato trató de resistirse:
—No... no quiero inyección... puedo tomar agua de hierbas...
—Nada de eso —le cortó el médico con firmeza—. Ya tienes casi cuarenta de fiebre, solo con la inyección baja la temperatura rápido. Si te seguimos esperando, hasta convulsiones te pueden dar.
Sin darle opción, el médico se fue a preparar la inyección y le indicó a Lázaro:
—Dale el medicamento para la fiebre mientras tanto.
Lázaro la acomodó con cuidado, apoyándola en su pecho, y la ayudó a tomar el jarabe. Karina, aún adormilada, tragó el líquido sin ganas, un leve temblor recorriéndole el cuerpo.
Al poco rato, el médico volvió con la jeringa en la mano, pero, tras pensarlo un segundo, volteó para mirar a Lázaro.
—¿Por qué no la inyectas tú?
Lázaro guardó silencio, sin moverse.
El médico lo miró de reojo, con una mezcla de picardía y autoridad.
—¿Qué pasa? Es tu esposa, no es una extraña. Además, cuando te enseñé primeros auxilios, eras más hábil con la aguja que las enfermeras de aquí.
Se acercó aún más, bajando la voz:
—Si yo, viejo, me quedo aquí, cuando despierte se va a sentir incómoda. Mejor tú.
Sin más, le puso la jeringa y el algodón en la mano y salió caminando, silbando, como si nada.
La enfermería quedó en absoluto silencio.
...
Lázaro miró a la mujer que tenía entre brazos, con la fiebre tan alta que apenas y reaccionaba, y supo que no podía seguir esperando.
Con sumo cuidado la giró, haciéndola recostar boca abajo en la camilla.
El vestido ligero dejaba ver un short negro, pegadito, que resaltaba sus curvas. Por un momento, la mirada de Lázaro se detuvo ahí, notando detalles que no debería en esa situación.
Tragó saliva y, con manos firmes, bajó un poco la prenda, dejando expuesta una franja de piel tan blanca y suave que casi parecía de porcelana.
Pasó el algodón con alcohol y, sin titubear, aplicó la inyección.
—Hmmm...
Karina gimió débilmente, encogiéndose por reflejo.
De inmediato, Lázaro sostuvo sus piernas con suavidad firme.

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