Karina se quedó en blanco.
Jamás imaginó que Lázaro fuera a sacar a relucir viejas historias.
Y menos aún supo cómo se suponía que debía explicarse.
Enseguida se llevó la mano a la frente, el cuerpo le tembló.
—Yo... me siento mareada...
Diciendo eso, fue a sentarse de golpe en la cama más cercana, cabizbaja, aunque sus ojos no dejaban de moverse nerviosos, buscando una salida.
Lázaro la observó con esa actuación tan poco convincente y alzó una ceja.
En ese momento, cerró la puerta tras de sí con toda calma.
Luego, empezó a mover despacio la muñeca y el cuello, y en el silencio se escucharon chasquidos —crac, crac— que retumbaron en la habitación.
Karina se asustó tanto que se le fue todo el color, se abrazó el pecho sin pensarlo y alzó la mirada, aterrada.
—¿Qué piensas hacerme?
—¡Te juro que ya no lo amo! ¡Te lo prometo!
—Jamás... jamás traicionaría lo nuestro. ¡No vayas a hacer una locura!
Lázaro se fue acercando paso a paso, mientras Karina, casi a gatas, se arrimaba más y más al borde de la cama, hasta quedar pegada a la colcha militar verde olivo.
El hombre se inclinó sobre ella, levantando la mano.
Karina, por reflejo, cerró los ojos con fuerza. El corazón le martilleaba, a punto de salírsele del pecho.
Pero lo siguiente que escuchó fue un gruñido bajo:
—Ya desordenaste mi cama.
Abrió los ojos, perpleja, y vio cómo él le quitaba la colcha.
Al darse cuenta, Karina se apresuró a recuperarla.
—Déjame, yo la arreglo.
Con las mejillas encendidas, se reincorporó y empezó a extender la colcha con mucho cuidado, pero por más que intentaba, no lograba que quedara con esos dobleces perfectos y los ángulos marcados que había visto antes.
De reojo, miró al hombre que, de pie y con los brazos cruzados, la observaba con interés, como si estuviera a punto de calificarla.
—Yo... no sé cómo hacer ese tipo de doblez... —murmuró, rendida, y le entregó lo que era una masa amorfa, sintiéndose muy apenada.
Lázaro la miró sin poder evitar una sonrisa resignada. En unos segundos, dejó la cama impecable: la colcha tan recta y tensa que parecía un bloque, las esquinas afiladas como si pudieran cortar, y ni una sola arruga en la sábana.
Karina se quedó boquiabierta.
—¡Qué bárbaro! ¡Hasta mejor que los instructores de nuestro entrenamiento!
Los ojos de Lázaro brillaron intensos.
—¿Y el agradecimiento?


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