Karina le lanzó una mirada extraña a Lázaro.
—Estoy ayudando a mi mamá a cambiarse de ropa, ¿cómo podrías ayudarme tú?
Lázaro se apresuró a aclarar:
—No es eso, es por otra cosa.
Sebastián tenía razón, a final de cuentas, Karina era una chica acostumbrada a la comodidad, una típica hija de familia acomodada. Si de verdad no podía con todo esto, él tampoco podía obligarla a soportar más de la cuenta.
Pero Karina negó con la cabeza, su expresión era seria.
—Ya me has ayudado bastante, incluso has perdido tanto tiempo por mi culpa que me siento muy mal contigo.
—Mejor ve a hacer tus cosas, no tienes que venir todos los días.
Y sin esperar respuesta, Karina se volvió para seguir con sus asuntos.
Lázaro se quedó ahí parado, los dedos colgando a su costado se apretaron un poco.
¿De verdad no quería molestarle?
Se suponía que eso debería hacerlo sentir mejor, pero, ¿por qué le pesaba tanto en el corazón?
En ese momento, una mano se posó sobre su hombro.
Lázaro giró la cabeza y vio a Yago.
Yago sonreía con picardía.
—Parece que tu esposa todavía no te ve como su marido de verdad, ¿eh? Mira, chavo, te falta camino por recorrer. Échale ganas.
Lázaro apretó los labios en una línea recta, prefirió no contestar y se encaminó también hacia la habitación.
...
Dentro del baño privado del cuarto de hospital, Karina fruncía el ceño mientras inspeccionaba una lavadora secadora automática.
Quería lavar la ropa que su madre acababa de cambiarse.
—Toc, toc.
Alguien llamó a la puerta.
Karina pensó que era Lázaro de regreso, así que preguntó sin mirar atrás:
—¿Sabes cómo funciona esta lavadora?
Unos pasos se acercaron, pero a su lado no llegó el aroma conocido de Lázaro, sino un fuerte olor a desinfectante.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Renacer en el Incendio: Me Casé con Mi Salvador