Dentro del salón VIP.
Karina estaba explicándole a Boris los pros y contras de abrir un restaurante cerca de Puerto Escondido, pero de pronto, una sensación extraña y sofocante la fue envolviendo poco a poco; el calor, intenso, le empapaba la frente y el sudor no paraba de brotarle a chorros.
Intentó mantenerse firme, decidida a terminar lo que estaba diciendo.
Sin embargo, diminutas gotas de sudor se formaban en su frente brillante, deslizándose por sus mejillas encendidas.
La vista comenzó a nublarse, todo se volvía borroso y negro a su alrededor.
Cuando sintió que iba a perder el equilibrio, escuchó la voz de un hombre, cargada de molestia:
—¡Todos afuera!
Los pasos apresurados de la gente se disiparon en cuestión de segundos.
Ella, en cambio, sentía las piernas tan débiles que apenas podía moverse, como si anduviera flotando en una nube.
De repente, las fuerzas la abandonaron por completo y cayó de frente.
No sintió el golpe que esperaba. En medio de la confusión, notó que tocaba algo frío, casi helado, que le resultaba increíblemente reconfortante.
—Hace mucho calor…
Como si fuera una gatita que acababa de encontrar un pedazo de hielo, apoyó su cara ardiente sobre aquello y empezó a frotarse, buscando alivio.
El hombre tragó saliva con fuerza; los tendones de su mano, que la sujetaba de la cintura, se marcaban como si estuviera conteniendo una emoción a punto de estallar.
—Karina —dijo con voz ronca y áspera—, ¿tienes idea de a quién te le estás lanzando así?
Karina apenas alcanzaba a percibir que alguien le decía algo al oído, pero no lograba entender ni una sola palabra.
En el fondo, alcanzaba a darse cuenta de que la habían drogado.
Pero su cuerpo, completamente fuera de control, la impulsaba a hundir la cara en el cuello del hombre, buscando desesperadamente más frescura.
Hasta que, sin querer, sus labios rozaron una superficie tibia, suave y fresca al mismo tiempo.
Sintió que había encontrado el único manantial en medio de un desierto, y su razón se hizo trizas. Instintivamente, abrazó el cuello de él y comenzó a besarlo, sedienta de ese alivio.
En su frenesí, los lentes dorados del hombre resbalaron de su cara y cayeron.
Sin el obstáculo de los cristales, sus ojos, tan filosos como los de un halcón, se llenaron de un asombro tan violento como una tormenta.
Se quedó rígido en el sofá, como una estatua.
Mientras tanto, la mujer que tenía en brazos, completamente ajena a todo, usaba ambas manos para sujetarle la cara y, torpe y ansiosa, seguía robándole el frescor de los labios como si ahí se le fuera la vida.
Los labios de Karina eran tan suaves, con ese calor abrasador y un aroma tenue y dulce que lo dejaba sin aliento.
El cuerpo del hombre se tensó tanto que parecía una cuerda a punto de romperse; las venas de su cuello resaltaban y llegaban hasta la mano que aún la mantenía sujeta por la cintura.
Justo cuando sentía que estaba a nada de perder el control…
—Toc, toc.
Desde afuera, uno de los guardaespaldas tocó la puerta con cautela:


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