El corazón de Mercedes se sintió helado por un momento mientras lo miraba.
Quería preguntar muchas cosas, pero al final se contuvo.
La abuelita siempre había sido tan buena con ella… Mercedes solo deseaba que la señora pudiera irse en paz.
Ese, desde luego, no era el lugar ni el momento para platicar.
Mercedes bajó la mirada, sin decir nada, y se llevó a Rosalba, alejándose hacia la sala de descanso para familiares, justo al costado del salón donde velaban a la abuelita.
Brayan, al notar que ella no respondía, frunció levemente el ceño, mostrando algo de desagrado.
Pero solo fue un instante. Luego le restó importancia y regresó a su sitio, parándose junto a Pamela.
Pamela tenía los ojos hinchados de tanto llorar, el dolor se le notaba en la cara, tan vulnerable que cualquiera habría sentido lástima.
Brayan le pasó su pañuelo, el mismo que siempre llevaba consigo.
Entre los dos se percibía un ambiente extraño, una dulzura fuera de lugar, casi incómoda por la situación.
Todos los presentes tenían la mirada puesta en ellos, así que nadie notó que un pequeño salió corriendo sigilosamente.
El niño, con curiosidad en la cara y pasos rápidos, se fue derecho a la sala de descanso…
Mercedes seguía abrazando a Rosalba, todavía envuelta en tristeza y ese vacío que deja la pérdida.
De repente, alguien irrumpió en la sala, empujando la puerta tan fuerte que se escuchó un —¡Pum!—
Rosalba dio un brinco, sobresaltada por el ruido.
Mercedes, por instinto, le acarició la espalda para calmarla y volteó a ver quién había entrado.
Era Leonel, el hijo de Pamela. Caminó con toda la seguridad del mundo y, al llegar, miró fijamente a Rosalba, analizándola de arriba abajo.
Después, sin filtro, soltó:
—Yo sé quién eres… Tú eres la hija de papá Brayan, ¿verdad? Escuché que tienes problemas en la cabeza, ¿es cierto?
Mercedes se quedó sin palabras, no esperaba escuchar algo así salir de la boca de un niño de apenas tres años.
Y además… ¿le decía “papá Brayan”?
Rosalba, quien era autista y casi nunca hablaba, se quedó paralizada ante esa agresión que no supo cómo procesar.
Leonel, al ver que nadie respondía, insistió:
—¿Por qué no hablas? ¿Eres muda? ¿O eres mensa? ¿O tienes alguna enfermedad en la cabeza?
Una tras otra, las preguntas cayeron como piedras. Hasta que, de pronto, Leonel sonrió con aire triunfante:
—Con razón nadie quiere jugar contigo…
El color se le fue del rostro a Mercedes.
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