—Señorita Portillo, el embarazo ha sido interrumpido.
Alina Portillo, despertando de la anestesia, se quedó mirando el techo del hospital por un buen rato antes de incorporarse lentamente.
Hace quince días, encontró en el despacho un consentimiento para fecundación in vitro y descubrió que su esposo había implantado en su cuerpo el óvulo fecundado de otra mujer.
No podía creerlo. No podía creer que su esposo fuera capaz de humillarla de esa manera.
No fue hasta la semana dieciséis de gestación que fue en secreto al hospital para hacerse una amniocentesis, la cual confirmó que el bebé no era suyo.
Cuando recibió los resultados, se quedó recostada en la camilla de revisión, observando su vientre ligeramente abultado y las estrías que lo cubrían.
Las lágrimas, incontenibles, comenzaron a rodar por sus mejillas.
Ella anhelaba tener otro hijo. Por ese bebé, se había sometido a varias inyecciones para estimular la ovulación y había entrado al quirófano en múltiples ocasiones.
¡Y pensar que, al final, ese niño no tenía ninguna relación con ella!
Fueron novios desde jóvenes y compartieron la misma cama durante siete años. Aunque no hubiera amor, debería existir al menos un poco de afecto familiar.
Resulta que, para Jonás Lozoya, ella, Alina, ¡no era más que un instrumento para tener hijos!
Al ver que no reaccionaba, la enfermera le recordó en voz baja: —Señorita Portillo, el embarazo ha sido interrumpido.
Volviendo en sí, Alina se arregló la ropa y dijo con voz serena: —Por favor, preparen toda la documentación relacionada con este bebé lo antes posible.
—El informe tardará aproximadamente una semana en completar el proceso de peritaje legal. Se lo enviaremos por correo en cuanto esté listo.
Alina asintió.
Después de casarse con Jonás, abandonó sus estudios y lo cuidó devotamente durante siete años.
Ahora, quería poner fin a ese matrimonio humillante, y las pruebas que demostraban que Jonás la había usado como vientre de alquiler eran su principal baza para negociar el divorcio.
Todavía sentía un dolor punzante en el bajo vientre. Alina solicitó un chofer y acordó encontrarse con él en un centro comercial cercano al hospital.
Apenas se detuvo el carro cerca del centro comercial, vio un sedán negro que le resultaba familiar estacionado a un lado de la calle, con una placa que conocía muy bien.
A66666.
En todo San Jerónimo, nadie más que Jonás usaría una placa tan ostentosa.
O, para ser más precisos, si él no la usaba, nadie se atrevía a hacerlo, nadie era digno de ello.
Por supuesto que sabía quién era la mujer que acompañaba a Jonás.
Su hermana, Josefina Portillo.
Una brillante matemática graduada del MIT que acababa de recibir el premio Distinción Matemática.
Con los párpados pesados, Alina se recostó en el asiento, pensando sin rumbo fijo.
Si en su momento no hubiera abandonado sus estudios por casarse, quizás hoy tendría los mismos logros que Josefina.
El celular vibró un par de veces. Era un mensaje de su abogado, confirmando una vez más si de verdad quería divorciarse de Jonás.
[Hay que proceder cuanto antes.]
Dejó el celular y se frotó los ojos, que le ardían.
Al regresar a la mansión en el centro de la ciudad, apenas entró al patio, escuchó la risa de Ricardo Lozoya.
No pudo evitar acelerar el paso; hacía casi medio mes que no veía a su hijo.
Después de dar a luz, Jonás, ignorando sus súplicas mientras aún estaba en cuarentena, envió a Ricardo a otra propiedad con la excusa de que allí recibiría una mejor educación.

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