—Mis condolencias, señorita Casas. Su hija falleció el 15 de febrero a la 1:13 de la madrugada, no pudimos salvarla.
Irene Casas apretaba entre sus manos un conejo de peluche, la mirada perdida y sin brillo clavada en la puerta del quirófano.
Sus ojos se veían hinchados y agotados; el aviso del doctor rompió el último hilo de esperanza que le quedaba.
Ese día, una madre perdió a su hija amada.
Ese día, una madre, con el corazón hecho trizas, tuvo que acompañar a su niña en su último viaje.
Y ese día, una madre se quedó sin motivos para seguir adelante.
Al entrar al cuarto, las lágrimas ya le habían empapado las mejillas, aunque intentó ocultarlo.
Se arrodilló al lado de la cama, acariciando el rostro de su hija, acomodándole el cabello con una delicadeza que le partía el alma. Luego, tomó entre las suyas las manitas flacas de su hija. Estaban heladas. No había ni una pizca de calor en ellas.
No pudo decir nada, aunque deseaba despedirse. Las palabras se le atoraban en la garganta, como si un nudo gigante se lo impidiera: odio, dolor, cansancio… Todo la aplastaba, dejándola sin aire.
Al ver el rostro apacible y débil de Isa, sintió que su corazón moría junto con ella.
En su cabeza todavía resonaba la voz débil de su hija, justo antes de ser llevada a la sala de urgencias.
—Mamá, ¿no ha llegado el señor?
Para Isa, “el señor” era su padre biológico, Enrique Monroy. Él nunca permitió que su hija lo llamara papá, pero sí le daba ese permiso a su hijo favorito.
El mayor deseo de cumpleaños de Isabel era pasar ese día con su papá, que le permitiera decirle “papá” al menos una vez. Soñaba con escuchar a su padre llamarla Isa.
Por su salud frágil, Isa había enfermado el año pasado tras esperar a Enrique en la puerta bajo el viento helado. Terminó con gripe y luego neumonía, y desde entonces su salud fue en picada.
Ese día, otro invierno más, Isa volvió a esperar en secreto a la entrada de la casa para ver si su papá llegaba a cenar.
Al final, se desmayó por el frío, y su papá nunca llegó. Cuando Irene la descubrió inconsciente a la entrada de la casa, se asustó tanto que la llevó a toda prisa al hospital.
Los médicos entregaron una nota de estado crítico.
Irene le rogó a Enrique que regresara para acompañar a su hija en su cumpleaños.
Él prometió que iría.
Pero volvió a faltar a su palabra.
Irene abrazó el cuerpecito de Isa, tan frágil, y le susurró:
—Isa, mi cielo… vuela alto, ve al paraíso. Ahí las flores siempre están abiertas. Corta una y póntela detrás de la oreja por mamá, que siempre me han gustado las flores que tú recoges. Isa, allá arriba sal todos los días al sol, come bien, crece fuerte y sana. Y si hay otra vida…
Que nunca más sufras por enfermedades, mi niña.
Que nunca más te toque un papá tan cruel, ni tengas que sentir ese dolor de anhelar un cariño que nunca te llegó.
—Mamá, ¿por qué el señor no me deja decirle papá? Pero mi hermano sí puede…
—Mamá, ¿es porque la señorita Duarte quiere a mi hermano y por eso papá lo quiere a él…?
Las preguntas inocentes de su hija seguían rondando en su cabeza, una y otra vez.
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