Irene escuchaba todo desde el piso de arriba, cada palabra le calaba hondo. Sintió el corazón apretarse, cerró los ojos y respiró profundo, tratando de controlar esa oleada de dolor que no la dejaba en paz.
—Ve a decirle a tu mamá que te bañe, te pones ropa limpia y luego salimos a recibir a la señorita Duarte.
Rodri brincó de alegría, su carita resplandecía.
—¡Sí, qué padre!
Pero enseguida el brillo se apagó. Bajó la cabeza y murmuró:
—Pero… ¿y si mamá se entera? ¿No va a dejarme ir? Odio cuando no me deja comer nada de la calle…
Enrique le revolvió el cabello con cariño, dándole seguridad.
—Tranquilo, aquí está tu papá. Ella no se va a atrever a decir nada.
En ese instante, Enrique alzó la mirada y se cruzó con Irene, que bajaba las escaleras. Él la miró con esa expresión distante, casi como si ni siquiera la reconociera, y apartó la vista sin el menor interés.
Rodri corrió hacia Irene, la tomó de la mano y le pidió:
—Mamá, báñame. En un rato voy a salir.
Irene le retiró la mano con suavidad y, alzando la mirada hacia Enrique, preguntó con voz firme:
—¿No crees que te estás olvidando de algo?
Enrique la miró por unos segundos, indiferente, como si aquello no le importara en lo absoluto.
—¿Qué cosa?
Durante años, él había sido así: distante con ella, distante con Isa, siempre manteniéndose al margen. Irene esbozó una mueca amarga, un intento de sonrisa que no era más que resignación.
—Claro, ¿cómo ibas a acordarte que Isa y Rodri cumplen años el mismo día?
Cada año, Enrique se llevaba a Rodri a celebrar con Camelia, organizando una fiesta con bombo y platillo. Mientras tanto, Isa, año tras año, se quedaba esperando bajo la lluvia, con la esperanza de que su papá regresara a casa, esperanza que nunca se cumplía.
—Quiero hablar contigo —dijo Irene, conteniendo el temblor en la voz.
Enrique soltó una risa seca.
—Hoy no tengo tiempo.
—No te va a quitar mucho —insistió Irene—. Solo tienes que firmar dos documentos.
Abrió la carpeta y le señaló los lugares donde debía firmar. Enrique, visiblemente fastidiado, firmó sin siquiera leer, como si estar un minuto más ahí fuera una tortura.
Le devolvió los papeles con gesto impaciente.
—Hoy Rodri y yo vamos a salir, no vamos a regresar. Mañana dile a Isa que pida permiso en la escuela para que Rodri falte medio día.
Irene apretó la mandíbula, los nudillos se le pusieron blancos de tanto sostener los papeles. Si él hubiera mirado con un poco de atención, se habría dado cuenta de lo que acababa de firmar: uno era el acuerdo de divorcio, el otro los trámites para la cremación de Isa.
...
Mientras tanto, Enrique y Rodri asistían a la bienvenida de Camelia. Los tres, juntos, reían como si fueran la familia perfecta. Todos comentaban lo bien que se veían, lo felices que parecían, y no faltaba quien señalara que Irene solo estaba arruinando la armonía de los Monroy.
De pronto, alguien se abrió paso entre la multitud y llegó hasta Enrique.
—Presidente Monroy, su esposa y su hija… hoy fue la cremación. Por favor, pase al crematorio a recoger las cenizas.
Ni siquiera se le inmutó el gesto. Respondió con voz cortante:
—¿Cuántos años tiene ya para seguir con esos celos? ¿Cuándo va a dejar de hacer dramas?
—Pero… usted mismo firmó los papeles para la cremación. Y también el acuerdo de divorcio…
El corazón de Enrique dio un vuelco. Se le fue el color del rostro.
—¿De qué carajos me hablas? ¿Qué acuerdo, qué cremación? ¡Explícate!
Colgó el teléfono de golpe y, sin pensarlo, se subió al carro, pisó el acelerador y voló hacia el crematorio.
Cuando llegó, solo alcanzó a ver cómo empujaban a su esposa y a su hija hacia el horno. Esa imagen lo desgarró por dentro, como si le arrancaran el alma.
Solo alcanzó a dar unos pasos antes de desplomarse al suelo, sin fuerzas, ante la mirada atónita de los empleados del lugar.

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