Maite sintió un dolor agudo en el pecho al ver la reacción de su madre.
Sabía que apestaba. No había manera de evitarlo después de pasar tres años durmiendo en un corral de cerdos. Ese olor penetrante ya le había invadido la piel y hasta los huesos.-
La policía que la acompañaba le ayudó a lavarse el cabello y a darse un baño, pero el hedor persistió, como si fuera imposible arrancarlo de su cuerpo.
Fabiana, su madre, aguantó como pudo antes de retirar la mano que cubría su nariz. Forzó una sonrisa incómoda.
—Qué bueno que regresaste… estos años han sido muy duros para ti…
Al escuchar esas palabras, Maite sintió un poco de alivio. Los ojos se le llenaron de lágrimas y el corazón se le encogió de tanta tristeza guardada.
Uno de los policías sacó su celular.
—Vengan, vamos a tomarnos una foto. Así podemos cerrar el caso.
La oficial, al ver lo alterada que estaba Maite, se acercó y le pasó un brazo por los hombros, hablándole con dulzura.
—Tómate una foto con tu familia. Ya todo terminó, el mal rato quedó atrás. Ahora todo va a mejorar.
Maite dio un par de pasos hacia el frente. Los invitados que curioseaban alrededor de la escena se hicieron hacia atrás, como si temieran acercarse.
Mientras tanto, Ramón y Fabiana, al ver que su hija se les acercaba, no podían ocultar la tensión en sus cuerpos; el impulso de huir era evidente.
Pero los dos policías se pusieron a los lados, impidiéndoles moverse y obligándolos a quedarse en el centro.
—¿No que tienen más familia? Vengan todos, vamos a tomarnos una foto todos juntos —dijo uno de los policías, haciéndole una seña a Alonso y Dalia para que se acercaran.
Dalia miró de reojo a Alonso, su boca temblaba y su voz apenas salió.
—Alonso, tengo miedo…
Alonso la abrazó y, en voz baja, trató de tranquilizarla.
—Mientras no te acerques, no pasa nada… Anda, los policías están aquí.
Sin más remedio, llevó de la mano a su prometida, que avanzó a regañadientes.
Al encontrarse cara a cara con su exnovia, Alonso no supo disimular lo revuelto de sus emociones: en sus ojos oscuros se mezclaba el dolor con una distancia imposible de disimular.
Antes, Maite apenas lo veía y corría a abrazarlo, colgándose de su cuello como una mariposa ligera, llena de alegría y seguridad.
Ahora, en cambio, su aspecto era descuidado y su actitud retraída. Sus facciones delgadas hacían que sus grandes ojos de gata se vieran aún más prominentes, pero ya no tenían ni una chispa de vida.
Parece que los rumores eran ciertos: después de tres años desaparecida, seguramente había pasado por todo tipo de abusos y no había quedado cuerda.
Se tomaron la foto grupal. Cada quien tenía una expresión distinta, pero ni uno solo de ellos sonreía de verdad.
El cuerpo de Dalia se puso tenso y sus ojos se perdieron en el vacío.
—Hermana, ¿qué… qué estás insinuando?
—¿De verdad no tienes idea de lo que hiciste? Yo te quería como a mi propia hermana, nunca imaginé que fueras tan mala —la voz de Maite sonó tranquila, pero en el fondo de sus ojos brillaba el rencor.
Durante esos tres años, nunca dejó de preguntarse por qué su hermana la había traicionado. Al principio sentía dolor, luego sorpresa y rabia, hasta que el odio creció tanto que se convirtió en la única razón por la que luchó para sobrevivir y escapar.
—Hermana… yo… yo no entiendo de qué hablas… —Dalia tartamudeó, fingiendo inocencia.
La conversación tensa entre las dos no tardó en despertar el murmullo de los invitados.
Fabiana se acercó, frunciendo el ceño.
—Maite, ¿por qué le hablas así a tu hermana? Estos tres años que estuviste perdida, Dalia no hacía más que culparse. Decía que esa noche desapareciste porque la salvaste. La pobre tuvo que ver a un psicólogo por dos años para salir adelante.
—Mamá, esa noche fue… —Maite intentó explicarse, mirándola a los ojos, pero Dalia soltó un gemido, llevándose la mano al estómago con gesto de dolor.
Alonso corrió a sostenerla.
—Dalia, ¿qué te pasa?
—Me… me duele el estómago —susurró Dalia, débil y temblorosa.

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