En la sala, sentada en el sofá, Beatriz no podía controlar el temblor de su pecho, que subía y bajaba con furia. Su mirada, dirigida a Ismael, brillaba con un filo casi cortante.
—¿Y entonces? ¿No te vas a casar conmigo y piensas que con un poco de dinero te vas a quitar el peso de lo que me hiciste? —le tiró con voz tensa—. Es cierto, yo no te pedí ayuda ni te rogué que lo hicieras, pero mi pierna quedó arruinada por tu culpa. Y tú, Ismael, si vas diciendo que fui yo la que te buscó, lo único que demuestras es que eres un cobarde.
—¡Beatriz!
—¿Sabes lo que significa responsabilidad? ¿Y lo que es tener el valor de afrontar las consecuencias? Te caigo mal, ¿verdad? Pero eres tan poco hombre que ni siquiera tienes el valor de venir y decírmelo en la cara. Mejor dejas que tu mamá me pisotee, y tú nomás te haces que no ves nada.
—¿O qué, todavía necesitas que tu mamá te defienda como si fueras un niño de pecho?
¡Pum!
El vaso de té que Valeria le había llevado, terminó hecho pedazos contra el piso.
Ismael, de pie frente al sofá, la miraba con los ojos desorbitados por la rabia.
—Atrévete a repetirlo, Beatriz —le espetó.
Ella, con los dedos apretando el borde del sofá hasta que se le pusieron blancos, lo miró a los ojos y recalcó, palabra por palabra:
—¿Todavía necesitas que tu mamá te defienda?
Podría decírselo mil veces más y no le temblaría la voz.
—¡Tú...!
A punto de estallar, la pelea se cortó de golpe cuando el teléfono de Ismael comenzó a sonar. Lo tomó sin ganas, apenas le echó una mirada, y ni siquiera parecía querer contestar. Colgó. Pero el celular volvió a sonar de inmediato.
Resopló, fastidiado, y contestó con voz dura:
—¡Habla!
Al otro lado dijeron algo que le hizo fruncir las cejas, sorprendido.
—¿En qué hospital está?
—Voy para allá.
Cortó la llamada y se dispuso a salir.
Beatriz, con la mirada llena de veneno, lo fulminó desde la espalda y lanzó su advertencia:
—Más te vale hacerle caso a tu mamá y regresar todos los días. Si no, no te aseguro cuántos días más Emma podrá seguir con vida.
Si se atrevían a mandarle gente para amenazarla, ya debían saber que ella también usaría sus propias cartas.
¡Pum! Se oyó la puerta al azotarse.
Ismael se fue sin mirar atrás. Al subirse al carro, seguía tan encendido por la rabia que le costaba hasta respirar.
¡Beatriz! ¡Esa mujer!

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Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Ayer me despreciaste por coja, hoy me deseas por reina