Los ojos de Joana destilaban una indiferencia cortante, apenas curvó los labios y soltó:
—Lo que pasó aquella noche hace seis años es, sin duda, lo que más me arrepiento en la vida. Si hubiera sabido que, después de todo este tiempo, íbamos a terminar así... Desde el primer día que te acercaste, te habría mandado a volar.
Su voz no arrastraba ni una pizca de emoción.
Sin embargo, esa frase arrancó de golpe el último velo que cubría la historia entre ella y Fabián.
Fabián se quedó en shock, mudo durante varios segundos.
Incluso su respiración se volvió agitada.
A Joana no le importó lo que él pensara; se dio la vuelta, dispuesta a marcharse.
Pero la detuvo la voz de Fabián, desesperado y fuera de sí:
—Joana, ¿de verdad crees que el divorcio va a resolver todo? No seas ingenua, señora Rivas, ¡piensa en tu familia!
—Si por familia te refieres a la familia de mi tío, entonces deberías agradecerte a ti mismo, señor Fabián.
Joana cerró los ojos con fuerza.
—¡Ja! No olvides que también tienes a tu abuelo.
Joana giró, furiosa, y le lanzó una mirada que podía atravesar el acero:
—Fabián, si te atreves a meter a mi abuelo en esto, entonces nos vamos juntos a la ruina. Mi vida no vale gran cosa, pero si te llevo a ti, el gran presidente con cientos de millones en el bolsillo, a la tumba conmigo... bueno, algo ganaré, ¿no crees?
Por primera vez en su vida, Fabián vio en Joana una ferocidad que le heló la sangre.
—¡Estás loca!
Definitivamente, esa mujer estaba fuera de sí.
Pero, en el fondo, el que terminó perdiendo el control fue él. Fabián, rojo de ira, se marchó primero.
El silencio volvió a inundar el lugar.
Arturo, que había estado observando todo desde la distancia, miró a Joana, quien lucía completamente descompuesta, y le hizo una invitación:
—Vámonos, súbete al carro.
Joana, sin embargo, se tensó al escuchar la palabra “carro”. Dio unos pasos hacia atrás, claramente a la defensiva.
—No te voy a comer, tranquila —Arturo apretó los labios, con una media sonrisa.
Aun así, no insistió ni trató de obligarla a subir para que se calmara un poco.
En cambio, fue al carro, sacó una botella de agua y un paquete de servilletas, y se los ofreció.
Joana bajó la mirada, recibiendo el gesto con voz baja:
—Gracias. Perdón, señor Zambrano, otra vez me ves en estas... Qué pena.
Mientras hablaba, sacó de su bolsa un pequeño triángulo azul, un amuleto, y se lo extendió a Arturo:
—Esto lo pedí por ti en la iglesia hace unos días. Quería dártelo desde hace tiempo, dicen que es muy efectivo.
—Solo vine a dar una vuelta.
Oculto a la distancia, Ezequiel murmuró para sí, con ganas de reírse.
¿A poco no fue porque lo vio en la transmisión en vivo con la señorita Joana?
¿Y no se vino volando en el carro apenas la vio en problemas?
Joana, sin sospechar nada, le echó una mirada de reojo a Arturo.
Era obvio que Fabián la había dejado ir tan fácilmente porque Arturo estaba ahí.
Le tenía miedo a Arturo.
Por cuestiones personales, Joana nunca le había preguntado más sobre su vida.
Sabía que en el país había muchos Zambrano ricos, y que el Grupo Zambrano era el más poderoso, dueño de la Concha Divina.
Pero el señor Zambrano, el jefe, ya estaba casado y tenía muchos años más que Arturo.
Eso la hacía preguntarse quién era realmente Arturo.
—¿Qué traes ahí en la mano? —Arturo no soportó más su mirada curiosa y le cambió el tema.
Joana entonces recordó el tenedor de oro.
—¡Chin!

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