La bofetada de Belén quedó en el aire, sus ojos reflejaron un instante de pánico.
—Señor Zambrano, ¿cómo es que salió? —balbuceó.
El hombre vestía la bata del hospital, con una venda blanca en el brazo. Sus ojos grises y distantes pasaron por encima de ella, transmitiendo una autoridad que hacía que cualquiera contuviera el aliento.
Arturo frunció el entrecejo, claramente molesto.
—¿Y tú quién eres?
Belén, nerviosa, se apresuró a esconder la mano tras la espalda y se obligó a sonreír.
—Hola, señor Zambrano. Soy Belén, la nueva del departamento de diseño. Escuché que estaba mal de salud, así que vine de parte del equipo a visitarlo. Ezequiel me dijo… que usted estaba dormido.
Había preguntado con varios contactos hasta saber que Arturo estaba internado en ese hospital.
Llegó temprano, cargando regalos y algunos suplementos alimenticios.
Pero el secretario de Arturo la detuvo en la entrada y ni siquiera la dejó asomarse.
Se cansó de esperar y estaba a punto de irse cuando se topó con Joana.
¡Maldita sea! ¿Por qué justo tenía que aparecer Arturo en ese momento?
Arturo no pareció reconocerla. Sus ojos, alargados y cansados, apenas se entrecerraron. Había un dejo de hastío en su voz.
—Así que sabías que estaba dormido y aun así viniste a hacer escándalo afuera de mi cuarto. ¿Pensabas hacerme daño?
—No… no es eso —Belén titubeó, la angustia pintada en su cara.
La mirada de Arturo se volvió aún más peligrosa.
—¿Desde cuándo el departamento de diseño tiene tanto tiempo libre?
Ese día no llevaba lentes. Su ceja marcada y la sombra que la luz proyectaba en su rostro le daban un aire de misterio y superioridad que imponía respeto.
Belén no apartó la vista, embelesada, sin darse cuenta del riesgo en el que estaba metida.
Se acercó, todavía queriendo explicarse.
—No es lo que piensa… solo me preocupé por su salud…
Ezequiel, rápido de reflejos, la detuvo antes de que pudiera entrar.
—Señorita Belén, por favor, retírese.
Belén solo pudo ver cómo cerraban la puerta en sus narices.
Y lo que más la enfureció fue ver la mano de Arturo descansando sobre la muñeca de Joana. Aquello le dolió como si le hubieran enterrado una aguja en la palma.
Se apretó la mano con fuerza, tan fuerte que las uñas recién hechas casi se le clavaron en la piel.
Estaba a punto de perder la cabeza del coraje.
Ezequiel permanecía en la entrada, sin inmutarse.
Por dentro, no podía dejar de pensar:
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