Dentro del elevador, Fabián habló de pronto, sin previo aviso.
Tatiana se sobresaltó.
—No es lo que piensas, de verdad —balbuceó—. Solo escuché que Lorenzo se había lastimado y quise venir a verlo. No sabía que Joana estaría aquí... y menos que estaría con el señor Zambrano...
Mientras hablaba, Tatiana lanzó una mirada significativa hacia el lugar donde los dos habían estado antes.
—Ya, deja de mencionarla —la interrumpió Fabián, soltando un suspiro contenido.
Sentía que Tatiana no se había sorprendido en absoluto de ver a Joana ahí, como si para ella fuera lo más natural del mundo. Eso lo molestaba aún más, la sensación de que alguien cercano quisiera manipularlo, de ser arrastrado por los hilos invisibles de otros.
Tatiana no pudo aguantar más y las lágrimas comenzaron a rodar por su cara.
—Fabián, ¿todavía sigues molesto conmigo por aquello? —sollozó.
Al verla así, con esa carita llena de lágrimas, Fabián sintió cómo se le ablandaba el corazón.
—No pienses en eso —contestó, intentando sonar tranquilo—. Solo pregunté por decir algo. Lo de antes ya quedó atrás, y sé que no lo hiciste con mala intención.
Tatiana bajó el volumen de su llanto, pero lo miró, preocupada.
—¿Entonces de verdad piensas divorciarte de Joana? Los niños aún están pequeños... Y ella tiene esos videos nuestros. Si alguien que no sepa la verdad se entera, tu vida se arruinaría para siempre.
Parecía debatirse entre el miedo y la duda, con la mirada perdida.
Fabián suspiró y la rodeó con un brazo, atrayéndola hacia él.
—Tranquila, no me voy a divorciar de ella. En cuanto a los videos, ya pensaré cómo hacer que los borre.
Al escuchar esto, Tatiana sintió un peso sobre el pecho. Por un momento dudó. ¿Será que Fabián, después de tanto convivir con Joana, había terminado por dejarse influenciar por ella? Apretó los labios, y una idea nueva empezó a tomar forma en su cabeza.
...
Afuera del hospital, el carro que Joana había pedido ya la estaba esperando.
Pero Arturo, con esa estampa imponente de siempre, se subió junto a ella en el asiento trasero.
Joana seguía medio aturdida.
—Señor Zambrano, ¿no va a regresar?
—Ándale, dime “hermano, lo siento”, a ver si me convence —le tiró, con toda la intención de molestarla.
El rubor le subió hasta las orejas a Joana. Esa frase le sonaba rarísima, incómoda. Ya no era la niña que corría tras él gritándole “hermano” por todos lados.
—Señor Zambrano, discúlpeme. No debí pensar mal de usted ni decir esas cosas que, seguro, le lastimaron el corazoncito.
Decidió contestarle a su manera, llevándole la contraria.
Arturo la miró y soltó una carcajada:
—Sí, claro, mi corazoncito sensible necesita que me apapachen con una sopita bien calientita. No sé si en tu casa todavía queda algo de comida, a ver si me invitas un poco.
Dirigió la mirada a la pequeña caja de comida que Joana tenía junto a los pies.
—O será que tu nuevo salvador ya se la acabó toda.
Joana siguió la dirección de sus ojos y, apenada, se rio nerviosa.
—No cociné nada.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Cuando el Anillo Cayó al Polvo