Arturo no pudo evitar una pequeña carcajada; en sus ojos se asomaba una ternura inesperada.
—Límpiate.
Joana se tocó la comisura de los labios, tan avergonzada que casi mete la cabeza en el plato.
¿Por qué... siempre terminaba haciendo el ridículo frente a Arturo?
La interacción entre los dos no pasó desapercibida. Un par de ojos, desde no muy lejos, seguía cada detalle.
—¿Y bien? ¿De verdad no piensas rendirte?
Héctor apartó la mirada, atento a la expresión en el rostro de la mujer sentada frente a él.
Esther esbozó una sonrisa torcida y dejó el tenedor a un lado.
—¿Te refieres a que no tengo oportunidad contra una mujer casada y embarazada?
—A Arturo le gustan los sabores exóticos, capaz que justo esa es su debilidad. Pero si quieres, antes podrías casarte conmigo —bromeó Héctor, sin ningún pudor.
—¿Y si te mando directo al panteón, Héctor?
Esther le lanzó una mirada de fastidio y se sirvió otra copa de vino.
Héctor sonrió, relajado.
—Es broma, ¿cómo me atrevería a faltarle el respeto a la señorita Esther? Pero, te lo advierto, esa mujer ocupa un lugar muy importante en el corazón de Arturo. No la subestimes.
—Cuanto más difícil, más interesante —Esther parecía disfrutar el desafío—. Lo que llega fácil, ni me llama la atención.
Héctor dejó ver una sonrisa socarrona.
—Vaya, Esther, tus palabras sí que calan hondo. Aunque, la neta, cada día me caes mejor.
—Los que se enamoran de mí podrían hacer fila hasta llegar a Estados Unidos; mi consejo es que te bajes del barco antes de que se hunda.
Esther dejó la copa sobre la mesa y le guiñó un ojo.
—Al final, esta vez te debo una. Gracias.
—De nada.
Héctor la vio alejarse. El brillo en sus ojos se tornó gélido en cuanto ella desapareció.
...


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