Al escuchar la palabra “mamá”, Lisandro dudó un poco.
Pero Dafne, despreocupada, soltó:
—¡Mamá ya no llama a esta hora! Ni se va a enterar. Además, la señorita Tatiana dijo que somos niños y deberíamos estar felices. Y lo que más feliz me haría ahora mismo es comerme estos pastelitos.
Apenas terminó de hablar, se escuchó la risa dulce de Tatiana desde el segundo piso.
—Jajaja.
Tatiana bajó y se acercó a los niños, tocando cariñosamente la frente de Dafne.
—Ay, tú sí que eres una traviesa. Bueno, Dafne, Lisandro, pueden comer lo que quieran.
—¡Siiii! ¡La señorita Tatiana es la mejor! ¡Ojalá pudiera vivir con nosotros siempre!
La alegría inocente de los niños provocó una sonrisa en Tatiana.
La nutricionista, sin embargo, arrugó la frente con desaprobación.
Estaba a punto de decir algo, pero al ver la actitud de Tatiana, optó por guardar silencio.
En un principio, ella pensó que la señora Joana era la dueña de la casa, pero la señorita Tatiana parecía moverse como pez en el agua entre la familia Rivas.
Los niños, además, se pegaban a ella como si fuera alguien de su propia sangre.
No quería buscarse problemas con Tatiana, porque seguro que al señor Fabián tampoco le gustaría.
Lisandro, en cambio, se sentía inquieto.
La última vez que desobedeció a su mamá, terminó enfermo varios días.
La señorita Tatiana lo trataba bien, y a él le caía muy bien, pero su mamá le había dicho que si se pasaba de listo, volvería a enfermarse y su papá también se preocuparía mucho.
No quería que sus papás sufrieran solo por un antojo.
Por eso, aunque le pusieron los pastelitos delante, los comió con cautela y sin ganas.
Dafne, sin embargo, se dejó llevar y mezcló dulces, bebidas frías y calientes, y se atascó de crema y pastelitos. Esa noche, el dolor de estómago no la dejó en paz.
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