La mano de Damaris temblaba mientras intentaba tomar la de Micaela, y aunque esta dudó un instante, al final no se apartó.
—Perdóname, Micaela. Por mi culpa, Pilar enfermó y hasta pudo heredar mi enfermedad. Además, te he hecho gastar tu vida investigando medicamentos para nosotras. Toda la familia Ruiz te debe una disculpa.
Micaela retiró suavemente su mano.
—Ya no siga disculpándose. Eso ya quedó atrás. Ahora, por favor, coopere con el tratamiento para que se recupere pronto.
A un lado, Adriana tenía los ojos enrojecidos. Se sentó en el borde de la cama, junto a su madre, y habló con voz baja pero firme:
—Mamá, ya que Micaela está aquí, hay algo que tengo que contarte.
Micaela volteó de inmediato hacia Adriana, adivinando lo que planeaba decir. Bajó la voz, casi suplicando:
—Adriana, no es el momento...
A Micaela le preocupaba que una noticia así pudiera alterar demasiado a Damaris justo ahora.
—Micaela, ya no podemos seguir ocultándolo. Mamá tiene derecho a saber la verdad. Déjame decirlo, por favor —insistió Adriana, con un dejo de súplica.
Damaris, al notar la seriedad de su hija, se sintió inquieta. Miró a Micaela, luego a su hija, y preguntó curiosa:
—Adriana, ¿de qué se trata? ¿Qué tienes que decirme?
Adriana respiró hondo antes de continuar:
—Mamá, tu enfermedad se manifestó hace diez años, ¿cierto? Como era un caso tan raro, mi hermano recorrió medio mundo hasta encontrar un donante dispuesto a darte células madre. ¿Sabías eso?
Damaris asintió, aunque seguía sin entender del todo.
—Eso lo sé, hija.
—¿Pero sabes quién ha sido la persona que durante todos estos años te ha donado sangre y células madre? —preguntó Adriana, mirándola a los ojos.
—Eso nunca me lo dijo tu hermano. Al parecer había algún tipo de acuerdo de confidencialidad.
Micaela se quedó ahí, sin irse. Sabía que debía quedarse para vigilar cualquier reacción de Damaris ante la noticia.
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