—Mamá, Gaspar tuvo que aceptar todas las condiciones de Samanta, no solo por usted, sino también por el tema de la enfermedad y su posible herencia. Estos diez años han sido un infierno para él, siempre aguantando en silencio, cargando todo solo... —Adriana se secó las lágrimas mientras hablaba.
Damaris permaneció sentada, como si no pudiera creer que Samanta fuera capaz de hacerle todo eso a su hijo.
Cuando volvió en sí, el remordimiento la invadió aún más fuerte al mirar a Micaela. Con los ojos enrojecidos, balbuceó:
—Micaela, yo... yo de verdad ya estoy vieja y toda confundida —su voz se quebró, llena de arrepentimiento—. Siempre pensé que Samanta era exitosa, de buena familia, perfecta para Gaspar. En cambio, creía que tú... que por dejar tus estudios para casarte, no eras suficiente para él. Hasta llegué a menospreciarte...
Las lágrimas corrían sin pausa por las mejillas de Damaris. Mientras hablaba, recordaba cada una de las cosas que había hecho en el pasado, cada herida que le causó a Micaela. Sentía que ni muerta podría compensar tanto daño.
Recordó cómo trató a Micaela con palabras duras y lo mucho que admiraba a Samanta. Cada recuerdo le pesaba más en el corazón.
—Perdóname, Micaela... de verdad, perdóname —se golpeó el pecho con angustia—. No merezco ser tu suegra, ni la abuela de Pilar. No valgo nada...
Micaela la miraba, sintiendo un torbellino de emociones. Tomó un pañuelo y se lo acercó.
—Ya todo quedó atrás.
La voz de Micaela era suave, pero transmitía una paz liberadora.
—Concéntrate en tu tratamiento. Lo demás, mejor dejarlo en el pasado.
En el fondo, Micaela sabía que el descontento de Damaris no era solo porque ella había dejado su carrera para casarse. También existía un resentimiento hacia su propio padre.
Después de todo, Gaspar donó el cuerpo de su suegro para investigaciones médicas, ignorando la oposición de Damaris. Como esposa, aquello debió dolerle mucho.
Ya no tenía sentido buscar culpables. Desde la perspectiva de cada quien, nadie estaba equivocado.
Para Micaela, solo soltando el pasado podría mirar hacia el futuro con esperanza.
Esperaba que la familia Ruiz pudiera hacer lo mismo.
—Mamá, todas le fallamos a Micaela —dijo Adriana, apretando los labios y conteniendo las lágrimas.
Samanta siempre había sido amable y educada delante de ella. Desde el primer día que la conoció, la vio como una joven refinada, de gustos impecables, siempre dándole regalos y buscándose un lugar en su corazón. Para Damaris, que nunca fue de tener mucha vida social cuando vivía en el extranjero, Samanta había sido como una hija más.
Cuando enfermó, Samanta le llevó flores, regalos, y le hacía compañía, platicando y animándola. En ese entonces, Micaela, siendo su nuera, estaba en el país y ni siquiera se apareció.
Gaspar iba de visita con Pilar, pero nunca preguntó por qué Micaela no los acompañaba. Simplemente asumió que Micaela no quería verla, que le guardaba rencor.
Recordaba también la vez que Micaela se le declaró a Gaspar. Ella misma se reunió en privado con Micaela para tratar de convencerla de que no se casara con su hijo. En ese momento, fue la mala de la historia, porque de verdad pensaba que Micaela no estaba a la altura de Gaspar.
Como madre, siempre quiso que su hijo se casara con alguien de su mismo nivel, que pudiera ayudarlo tanto en la vida como en los negocios, para que no tuviera que cargar todo solo.
La llegada de Samanta fue cambiando ese pensamiento. Samanta era elegante, sofisticada y, además, ayudaba mucho con Pilar, que en aquel entonces no cumplía ni dos años. Micaela no estaba, y a Damaris se le dificultaba cuidar sola a la niña. Samanta le facilitó mucho esa etapa.
Muchas veces, cuando Gaspar no estaba en casa, Samanta iba y la ayudaba con Pilar. Poco a poco, la niña empezó a encariñarse con Samanta.
Incluso después, cuando Gaspar estaba en casa, Pilar lloraba pidiendo ver a Samanta. Para hacerla feliz, Damaris invitaba a Samanta seguido a comer en la casa...

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