El avión aterrizó sin contratiempos en el aeropuerto de Ciudad Arborea. Micaela recogió su maleta y, siguiendo el flujo de personas, se dirigió a la salida. Había avisado a Franco que fuera por ella, pero apenas cruzó la puerta, entre la multitud, no pudo evitar notar una figura alta que destacaba.
Gaspar la esperaba sosteniendo a su hija. Pilar, al ver a su mamá, agitó las manitas con emoción.
—¡Mamá!
Micaela apuró el paso, y la pequeña, desde los brazos de Gaspar, se abalanzó hacia ella. Micaela abrió los brazos de inmediato para recibirla. En ese momento, Franco se acercó con una sonrisa amable.
—Señorita Micaela.
—Franco, mejor regresa a la oficina. Sé que están a tope de trabajo ahora —le sugirió Micaela, agradecida.
Franco asintió y saludó a Gaspar.
—Señor Gaspar, la señorita Micaela queda en sus manos. Yo me regreso a la empresa.
Gaspar inclinó ligeramente la cabeza en señal de agradecimiento, y Franco se marchó enseguida.
Micaela besó la mejilla de su hija.
—¿Me extrañaste?
—Sí —Pilar rodeó su cuello y, como si tuviera un tesoro que revelar, le susurró—: Mamá, ¿adivina qué te trajo mi papá?
—No sé, dime —respondió Micaela sonriendo.
Pilar acercó la boca a su oído y le confesó en voz baja:
—Mamá, papá te compró un ramo de flores.
Gaspar, que ya había tomado la maleta de Micaela, intervino con voz tranquila.
—Vamos, el carro está afuera.
Micaela bajó a Pilar de sus brazos y la tomó de la mano. En ese instante, notó a un hombre corpulento cerca de ellos. Era Tomás, el guardaespaldas de Gaspar, quien la saludó con seriedad.
—Señorita Micaela.
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