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Divorciada: Su Revolución Científica romance Capítulo 1080

En la habitación del hospital, Micaela Arias le pelaba una fruta a Anselmo Villegas cuando escuchó que tocaban a la puerta. Pensó que era la enfermera que venía a cambiarle el vendaje, pero al girarse hacia la entrada, el cuchillo que sostenía casi se le resbaló de las manos.

Observó al hombre que entraba en la habitación. De la noche a la mañana, su cabello se había vuelto por completo de un blanco grisáceo.

Se quedó mirándolo, sin decir una palabra, pero sintió una punzada en el corazón que le impidió articular sonido alguno.

La mirada de Anselmo también se detuvo un instante en el cabello de Gaspar Ruiz, y de inmediato lo comprendió todo.

Gaspar se acercó a la cama con total naturalidad y dejó la canasta de frutas que traía en la mesita de noche.

—Señor Anselmo, ¿cómo se siente?

—Mucho mejor, gracias por su preocupación, señor Gaspar —respondió Anselmo, asintiendo con la cabeza.

Micaela apartó la vista y, recuperando la compostura, se puso de pie para preguntar:

—¿Ocurrió algo? O tal vez…

—Todo está bien —contestó Gaspar con voz grave, clavando sus ojos en el rostro de ella. Aunque la marca de la bofetada había desaparecido, la zona todavía estaba un poco hinchada—. Lo importante es que tú estés bien.

Micaela levantó la mirada para examinarle el cabello, pero Gaspar se giró de lado con disimulo, esquivando su escrutinio. Una inusual expresión de nerviosismo asomó en su atractivo semblante.

—Todavía tengo asuntos que atender en la empresa, así que me retiro —dijo Gaspar antes de darse la vuelta y marcharse.

En el instante en que la puerta de la habitación se cerró, Micaela bajó la vista y suspiró con suavidad.

Afuera, en el pasillo, Gaspar se detuvo. Se pasó una mano por el cabello mientras una profunda angustia se reflejaba en sus ojos. Durante todo el camino hasta allí, no le había importado en lo más mínimo las miradas de los demás, pero cuando los ojos de Micaela se posaron en él, una oleada de inseguridad y un deseo de huir lo invadieron.

A los pocos segundos, se marchó junto a sus guardaespaldas.

Dentro de la habitación, Anselmo le dijo a Micaela en voz baja:

—Micaela, no tienes por qué sentirte presionada por lo de anoche, y mucho menos tomar una decisión por ello.

Anselmo la observó con una devoción inmensa. Por fin, con sus acciones, había conquistado su corazón. Su voz se quebró de repente.

—Micaela, usaré el resto de mi vida para demostrarte que no te equivocaste al elegirme.

Ella asintió. La luz del sol entraba por la ventana e iluminaba sus manos entrelazadas. A partir de ese momento, Micaela estaba dispuesta a compartir su vida con el hombre que había arriesgado la suya por ella.

Fue él quien, sin dudarlo, se interpuso para protegerla del cuchillo que el secuestrador le lanzaba. Si el arma hubiera ido un poco más abajo, no se atrevía ni a imaginar cuáles habrían sido las consecuencias.

Pero la seguridad que Anselmo le transmitía no era algo nuevo de esa noche. Admiraba todo de él. Aunque no sentía la misma emoción ingenua que a los diecisiete años, cuando conoció a Gaspar, sabía que lo que sentía por Anselmo era un tipo de afecto distinto. No era el arrebato de un enamoramiento impulsivo, sino un cariño que había surgido de forma natural.

—Vamos a tomárnoslo con calma. A partir de hoy, nos conoceremos como lo haría cualquier pareja —dijo Micaela con una mirada clara y seria.

Una sonrisa llena de ilusión se dibujó en los ojos de Anselmo.

—Claro, como tú digas. Entonces, a partir de hoy, declaro que oficialmente empezaré a cortejarla, doctora Micaela.

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