—¡Guau! ¡Qué bonito! —exclamó Pilar, maravillada. Acostumbrada a la vida en la ciudad, rara vez veía paisajes tan verdes y llenos de agua.
—Mamá, mira, ¡allí hay una mariposa gigante y es azul! —señaló con curiosidad.
Micaela miró en la dirección que su hija indicaba y, en efecto, vio una mariposa revoloteando entre las flores. La luz del sol se filtraba entre las hojas y la brisa traía el aroma de las flores silvestres, lo que la puso de buen humor.
—Es preciosa.
A su lado, Enzo también vestía ropa deportiva y llevaba una mochila de senderismo. Estaba feliz de acompañar a su jefe a un lugar que no fuera una sala de juntas por una vez.
—Es una mariposa morfo azul —le explicó Gaspar a su hija.
—¡Qué bonita! —dijo Pilar mientras corría alegre por el prado, persiguiendo a la mariposa.
Micaela sacó su celular para capturar la imagen de su hija saltando de alegría.
Gaspar se quedó de pie a un lado, su mirada se suavizó sin que se diera cuenta. Los guardaespaldas se dispersaron con discreción a su alrededor para no interrumpir su diversión.
Comenzaron a subir la montaña. Pilar sentía curiosidad por todo lo que encontraba en el camino, deteniéndose a cada rato para observar las flores y las plantas. Se emocionó muchísimo cuando vio una pequeña ardilla.
Micaela la acompañaba con paciencia, explicándole los nombres de las distintas plantas.
—Mamá, sabes muchísimo —dijo Pilar con admiración.
Gaspar las seguía en silencio. A su lado, Enzo tomaba fotos espontáneas con su cámara. Muchas veces, sin que Micaela se diera cuenta, la fotografiaba junto a la niña y, por supuesto, su jefe también salía en la toma.
Aunque su jefe no se lo había pedido, cuando la noche anterior le preguntó si tenía una cámara, Enzo comprendió cuál sería su tarea del día.
De pronto, Gaspar recordó que, cuando recién se casaron, él y Micaela también habían subido montañas juntos. En aquel entonces, ella también conocía todas las plantas del lugar como la palma de su mano.
Gaspar sacó una toalla suave para secarle el sudor a su hija, luego, con delicadeza, le retiró la toalla que tenía en la espalda y se la cambió por una nueva y seca.
Micaela se quedó un poco sorprendida; no había pensado en un detalle tan minucioso.
Pero Gaspar había criado a su hija desde pequeña, y en lo que respecta a su cuidado, era mucho más detallista.
Enzo, que estaba a un lado, también se percató de la escena, aunque no le extrañó en lo más mínimo. Llevaba siete años trabajando para su jefe y sabía que era un padre absolutamente dedicado.
Dejó de beber agua y rápidamente levantó la cámara para inmortalizar el momento. En la lente, el perfil de Gaspar, inclinado para secar el sudor de su hija, se veía de una ternura especial.
Una escena tan cálida le hizo recordar a Enzo cómo, unos años atrás, cuando Pilar tenía dos o tres años, siempre viajaba sentada en los brazos de su padre, como una adorable muñeca.
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