Micaela escuchó a Samanta. Era evidente que ella no sabía que, después de declarársele, y antes de que Gaspar respondiera, Micaela había decidido rendirse. El matrimonio no fue algo que ella suplicó; fue Gaspar quien se lo propuso justo cuando estaba a punto de renunciar.
—Samanta, no juzgues a los demás con tu mente retorcida. Ya que te conseguiste a Leandro, compórtate y vive tu vida —le advirtió Micaela con frialdad—. No te conviene ir por ahí presumiendo de tu glorioso pasado con Gaspar.
Micaela tomó su bolso para irse, pero Samanta, frustrada, la sujetó del brazo.
—Micaela, no finjas que no te importa. No me creo que no lo odies ni un poco. Cuando en la piscina tuvo que elegir, me eligió a mí. En el camerino, disfrutó de mis atenciones. ¿De verdad crees que te fue fiel durante el matrimonio? Ahora aceptas sus halagos, ¿ya olvidaste cómo te trató? Dime, ¿de verdad ya no odias a Gaspar?
Samanta escupió las palabras, con la clara intención de reabrir las viejas heridas de Micaela y echarles sal.
Micaela se soltó. Era cierto, el desprecio y la frialdad de Gaspar la habían hecho sufrir terriblemente. Pero ahora, al escuchar a Samanta, sentía una extraña calma. El odio, claro que existió.
Pero eso ya era parte del pasado.
Con el tiempo y su propio crecimiento personal, había aprendido a ver las cosas de otra manera.
Ahora, su relación con Gaspar era de colaboración. Él le ofrecía las mejores condiciones para apoyar su investigación, y ella se dedicaba a su carrera para contribuir a la sociedad. No había conflicto en ello.
Micaela también vio las verdaderas intenciones de Samanta: sembrar cizaña entre ella y Gaspar, obligarla a remover el pasado, clavarle un par de puñales más en la herida.
En otro tiempo, Micaela habría caído en su trampa. Pero ahora, no.
—Samanta, ahórrate el esfuerzo —dijo Micaela con frialdad, y añadió—: Es un excelente colaborador, y eso es suficiente.
Samanta la miró, atónita. Esperaba que sus palabras despertaran el viejo rencor de Micaela hacia Gaspar, pero se encontró con una mujer lúcida y serena.
—Tú… —Samanta se mordió el labio—. Me das lástima.

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