—Perfecto, entonces paso a buscarte a la entrada de tu residencial como a las once y media.
—Muy bien —aceptó Micaela, y la llamada terminó.
Micaela se detuvo en un semáforo en rojo y sintió la mirada insistente del hombre a su lado. Se giró hacia él.
—¿Qué tanto me ves?
Gaspar la observó. Por su expresión, era obvio que ya se le había olvidado que él la había invitado a comer.
—Pero si yo te invité a comer primero —respondió Gaspar con voz apagada.
Micaela parpadeó, y solo entonces recordó que, efectivamente, él se lo había propuesto en el supermercado y ella lo había rechazado sin pensarlo dos veces.
—Ramiro me buscó por un asunto de trabajo —intentó darle una razón, aunque en realidad no tenía por qué hacerlo. Era libre de comer con quien quisiera.
—¿Entonces puedo ir con ustedes? —preguntó Gaspar de repente.
—No —respondió Micaela, tajante.
Gaspar se quedó callado unos segundos, sintiendo una opresión aún mayor en el pecho.
—¿Por qué? —no pudo evitar preguntar, con un ligero tono de insatisfacción—. Es solo una comida. Si él puede hablar de trabajo, yo también. Además, soy su jefe y también tengo asuntos de trabajo que discutir contigo.
Micaela lo miró de reojo.
—En la comida con Ramiro no quiero que haya extraños que nos interrumpan.
¿Extraños?
Esa palabra se clavó como dos agujas finas en el corazón de Gaspar. Era cierto, para ella él era un extraño. ¿Y Ramiro? ¿Acaso él se había convertido en un colega cercano, en alguien de confianza?
Gaspar apretó los labios y tensó la mandíbula. De pronto, un recuerdo del pasado le vino a la mente. Torció la boca, molesto.
—O sea que para ti Ramiro siempre ha sido de confianza, ¿no? Alguien con quien puedes hablar de lo que sea.
La pregunta de Gaspar estaba cargada de intención, con un dejo de celos reprimidos y ganas de sacar trapos sucios al sol.


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