Ella, en efecto, se veía con Ramiro en privado en Isla Serena y se llevaban muy bien; también mantenían contacto por internet. En ese tiempo, Ramiro era el único hombre con el que podía desahogarse.
Recordaba una vez que perdió el vuelo y Gaspar se regresó con la niña antes. Ella le explicó que se había retrasado visitando los alrededores con unos amigos. Cuando llegó a casa, Gaspar tenía mala cara, estaba sentado en el sofá en silencio y todo a su alrededor se sentía pesado, con una vibra horrible.
Micaela se mordió el labio. Gaspar era un hombre muy orgulloso y le gustaba guardarse las cosas.
Había consultado con un psicólogo y la conclusión fue que los hombres con demasiada estabilidad emocional a veces tienen problemas para conectar afectivamente; no saben compartir ni la alegría ni la tristeza y, en las relaciones íntimas, pueden parecer fríos o distantes.
Eso hace que la pareja se sienta ignorada o poco valorada.
Y Gaspar tenía eso. Cuando Micaela recién se casó con él, ella era alegre, brillaba como un solecito, le daba calor, lo buscaba para contarle cosas graciosas, era cariñosa y todo giraba en torno a él.
Le compraba lentes, pulseras, tazas de pareja, hacía murales de fotos y los fines de semana se acurrucaba en sus brazos para ver películas.
El Gaspar de ese entonces, aunque ocupado y de pocas palabras, siempre traía regalos a casa y daba el dinero del gasto puntualmente, incluso más de la cuenta. Micaela, que nunca fue de gastar mucho, solo compraba lo indispensable y vivía de forma sencilla. A veces hasta le reclamaba que le diera tanto, le daba miedo tener tanto dinero en la tarjeta.
Luego Gaspar programó depósitos automáticos, y el dinero de Micaela se acumulaba porque nunca se lo acababa.
Las emociones de Gaspar eran como un pozo profundo: aguas tranquilas, pero sin fondo visible.
Y eso no es bueno. Al menos no para la gente cercana. Un hombre emocionalmente estable pero que no sabe amar es una tortura.
Micaela conocía su historia y por eso podía entenderlo.


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