Pero en sus ojos, ella no existía. Aunque le entregara su corazón en bandeja, él simplemente la ignoraría.
—Vamos, subamos. Yo invito esta noche —dijo Micaela con naturalidad.
—Entonces no me haré del rogar.
Ambos entraron al elevador. Justo en ese instante, el elevador subió desde el estacionamiento subterráneo y las puertas se abrieron.
Los dos que ya estaban adentro se separaron enseguida.
Qué casualidad, eran Gaspar y Samanta.
Samanta se tapó los labios con la mano, aún rojos. Por un instante, tal vez por la luz, Micaela notó que los labios de Gaspar también se veían más rojizos de lo normal.
Como si acabaran de besarse con pasión dentro del elevador.
Emilia tomó a Micaela del brazo y le dijo:
—Señor Gaspar, adelántense ustedes. Nosotras todavía esperamos a alguien.
Gaspar miró a Micaela por un segundo. Las puertas se cerraron y el elevador siguió subiendo.
Emilia, molesta, soltó:
—¿No podían irse a un hotel? ¿Tenían que hacer esas cosas ahí para incomodar a todo mundo? Mejor vayamos a otro restaurante.
Micaela cruzó los brazos y asintió.
—Va.
Así que cambiaron de restaurante y entraron a uno cercano. A Micaela no le afectó para nada el mal rato; comió con buen ánimo y ambas platicaron y se rieron durante la cena.
Cuando salió el tema de la apuesta entre Micaela y Zaira, Emilia la miró con respeto y dijo:
—Sí que tienes agallas para apostar así. Pero yo confío en que vas a ganar. Que todos esos que te miran por encima se queden callados.
Aunque Emilia desconocía el verdadero nivel de Micaela, su apoyo como amiga era incondicional.
Ya eran las nueve y media cuando Micaela volvió a casa a repasar sus apuntes. No pasó mucho tiempo antes de que Gaspar también llegara.
Sofía lo saludó desde la entrada:
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