Gaspar tenía una destreza al volante que sorprendía, el carro avanzaba firme y seguro. Micaela, sentada a su lado, no encontraba nada que decirle. El trayecto transcurrió en un silencio incómodo, hasta que, para su sorpresa, Gaspar detuvo el carro frente a una cafetería en vez del hospital.
Micaela frunció el ceño, miró el letrero de la cafetería y le preguntó con voz desconfiada:
—¿Para qué paramos aquí?
—Ya le pedí a Adriana que trajera a Pilar a este lugar. Vamos a comer algo primero —explicó Gaspar antes de bajarse del carro.
Micaela soltó un suspiro de fastidio, pero al saber que su hermana traería a la niña hasta la cafetería, no tuvo más remedio que seguirlo. Además, el hambre comenzaba a retorcerle el estómago y necesitaba alimentarse.
Eligieron una mesa junto a la ventana. Gaspar tomó el menú y empezó a revisar los platillos. Le preguntó a Micaela si tenía antojo de algo, pero ella, intentando ocultar su incomodidad, respondió con desgano:
—Pide lo que quieras.
Gaspar ordenó cinco platillos y después la observó mientras ella se distraía con su celular. Él, por su parte, se entretuvo con una bebida caliente, tomándola con calma.
La cafetería estaba muy cerca del hospital, apenas a diez minutos de distancia. Poco después, Adriana llegó tomada de la mano de Pilar. Junto a ellas venía Samanta.
El semblante de Micaela cambió de inmediato. Había supuesto que la familia Ruiz cuidaba de su hija, pero nunca pensó que Samanta también estuviera allí. Ahora que Samanta estaba embarazada, ya no necesitaba congraciarse con Pilar, pues tenía asegurado su lugar en la familia Ruiz.
A veces, para que un adulto lastime a un niño, no hacen falta gritos ni insultos. Basta una mirada para herir el corazón de un pequeño.
De pronto, a Micaela se le quitaron las ganas de comer.
—¡Mamá! —Pilar corrió hacia ella con alegría.
Micaela abrazó a su hija y, sin mirar a los demás, le dijo a Gaspar:
—Mejor ustedes coman. Nosotras ya nos vamos.
Samanta se acercó sonriendo, con un tono fingido:
—¿Tan apurada está, señorita Micaela?
Adriana se colgó del brazo de Samanta y añadió:
—Samanta, tú tampoco has cenado. Quédate a comer con mi hermano.
Samanta fingió humildad:
—Ay, ¿cómo crees? Me da pena...
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