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Divorciada: Su Revolución Científica romance Capítulo 251

La voz de la señora Villegas no era ni fuerte ni débil, lo justo para que todos los invitados a su alrededor la escucharan con claridad. Samanta apretó el tallo de su copa de champán; sus dedos se tensaron tanto que las uñas casi se le enterraron en la palma.

—¿La creadora del medicamento milagroso? ¡Ah, así que era ella! Qué impresionante —exclamó una de las invitadas, sorprendida.

—Sí, gracias a ese medicamento mi hijo, que estaba gravísimo, logró recuperarse —añadió otra.

De repente, varias de las señoras, copa en mano, se encaminaron decididas hacia donde estaba Micaela.

Samanta no pudo evitar que su mirada siguiera a Micaela, quien era ahora el centro de atención, como si todas las estrellas giraran a su alrededor.

Aquella mujer, que junto a Gaspar siempre parecía invisible, en ese instante conversaba con las señoras con una tranquilidad envidiable. Sonreía de manera natural, sin un ápice de servilismo, pero tampoco se notaba presumida.

—Señorita Samanta —una voz la sacó de sus pensamientos—, el maestro de ceremonias quiere que confirme el repertorio del show.

Samanta parpadeó y volvió en sí. Se dio cuenta de que llevaba un buen rato absorta, parada sin moverse. Forzó una sonrisa para el mesero que le llevaba el recado.

—Claro, voy enseguida.

Mientras se alejaba, no pudo evitar escuchar los murmullos de los invitados a su alrededor.

—Dicen que ese medicamento salvó la vida de miles de personas…

—Y tan joven para haber logrado algo así. No es raro que la señora Villegas la aprecie tanto…

—Además, es muy guapa, ¿verdad?

Cada frase que llegaba a sus oídos era como una espina que le pinchaba directo en el corazón. Aceleró el paso y se apartó de ahí.

Ya en el camerino, frente al espejo del tocador, Samanta inhaló hondo y se miró con detenimiento. El maquillaje de esa noche era impecable. Había elegido con mucho cuidado un vestido blanco de corte elegante, decorado con diamantes auténticos, un modelo exclusivo de diseñador extranjero. Su valor superaba el millón de pesos.

Cada piedra en la tela era de verdad. Había planeado cada detalle con esmero, porque no soportaba la idea de que la vieran menos.

En uno de los sofás, la señora Villegas tenía la mano de Micaela entre las suyas, conversando muy de cerca con ella, sin siquiera voltear hacia el escenario.

Varias damas distinguidas las rodeaban, como si el recital de piano fuera poco más que música de fondo.

Los dedos de Samanta flotaron un momento sobre las teclas, olvidando la primera nota. Se obligó a comenzar, pero la melodía, que antes le salía tan natural, ahora le resultaba torpe y forzada.

Sus manos se movían casi de manera automática sobre el piano, pero sus ojos seguían buscando, una y otra vez, la figura de Micaela.

Esa mujer, que antes no le llamaba la atención en lo más mínimo, ahora era el centro de todas las miradas. Y ella, que en otras fiestas era la reina del escenario, esta noche se sentía invisible, como si solo estuviera ahí para rellenar el programa.

Un error repentino la sacó de su ensimismamiento. Miró sus manos, notando que ya tenía la palma húmeda de sudor.

Trató de recomponerse, pero el ánimo se le había ido por completo. Aquellas piezas que solían ganarle ovaciones, ahora sonaban vacías y sin alma.

Cuando cayó la última nota, el aplauso fue apenas cortés. Samanta se puso de pie y saludó, escaneando de nuevo el salón en busca de la señora Villegas. Ella solo le dedicó unas palmadas simbólicas, para enseguida volverse hacia Micaela y continuar la charla, como si nada hubiera pasado.

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