Divorciada: Su Revolución Científica romance Capítulo 252

Al bajar del escenario, el paso de Samanta se tambaleó un poco. Había imaginado que alguien vendría a felicitarla, tal vez a decirle un par de palabras amables. Pero todos parecían haberla olvidado. La atención de la sala estaba completamente volcada hacia el pequeño grupo en el otro extremo del salón.

Donde se encontraba Micaela.

—Señorita Samanta, tocó precioso, ¿quiere una copa de champán? —le ofreció un mesero que pasaba cerca.

Samanta tomó la copa y caminó sola hacia la zona de los sofás, buscando refugio. Desde ahí observó cómo todos rodeaban a Micaela. Por dentro, deseó que el líquido en su copa fuera algo más fuerte, pues ni el champán lograba apagar el fuego de la envidia que le consumía el pecho.

Al principio, ni siquiera podía explicar qué era esa sensación incómoda que tenía.

Hasta que miró sus propias manos, por fin lo entendió.

Unas manos capaces de tocar el piano, pero no de salvar vidas. Las suyas, en comparación, lucían pálidas, carentes de fuerza.

Por fuera, Samanta mantenía el semblante sereno, pero por dentro hervía de impotencia y celos. Aunque, en el fondo, había una pizca de admiración que prefería no reconocer.

Sacó su celular y le envió un mensaje a Gaspar: [Gaspar, no me siento bien, ¿puedes venir por mí?]

[¿Qué te pasa?]

[Tomé dos copas en la cena, me siento mareada.]

[¿A qué hora termina?]

[Como a las nueve.]

[Ok.]

Al leer esa última palabra, Samanta curvó los labios en una sonrisa. Micaela podía ganarle en lo profesional, pero en el terreno sentimental, Samanta sentía que llevaba la ventaja.

Al levantar la mirada, Samanta vio a un hombre vistiendo uniforme militar que acababa de entrar. Llevaba la camisa formal del ejército y el corte de cabello casi al ras no lograba esconder lo bien parecido que era.

El corazón de Samanta dio un vuelco. Empezó a preguntarse quién sería.

En ese momento, su celular sonó. Era su mamá. Samanta se levantó y se dirigió al balcón para contestar.

...

Mientras tanto, la señora Villegas notó al recién llegado. Se levantó sonriente y lo saludó:

—¡Qué milagro verte por aquí!

—Estaba cenando arriba, escuché que mi tía organizaba una fiesta aquí abajo y pasé a saludar —respondió el hombre, sonriendo.

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