—Señorita Micaela, ¿tiene un momento para platicar?—. La voz grave y envolvente de Jacobo sonó justo a su espalda.
Micaela se giró y, al reconocerlo, asintió con cortesía.
—Señor Jacobo.
Jacobo había tomado la dirección del laboratorio que antes llevaba Natalia y, en el mundo médico, era toda una autoridad. Además, su presencia imponía un aire de respeto que no pasaba desapercibido.
Los demás, al captar la atmósfera, optaron por retirarse y dejarles un espacio privado.
Jacobo observó a Micaela de arriba abajo, con una leve sonrisa en los labios.
—Parece que hoy eres la estrella de la noche.
—Solo es una reunión profesional—. Micaela le respondió con una sonrisa tranquila.
Sin importar las miradas curiosas a su alrededor, Jacobo comenzó a platicar con Micaela sobre los resultados del último experimento.
No muy lejos, Adriana los observaba fijamente, al punto que sus labios rojos casi parecían sangrar de tanto morderlos.
Samanta, después de saludar a los presentes, se acercó a Adriana. Al ver la expresión de celos y rabia en el rostro de su amiga, le dio unos golpecitos en el brazo, intentando consolarla. De repente, una chispa de picardía cruzó por los ojos de Adriana.
Aunque no podía impedir que Jacobo sintiera algo por Micaela, todavía había formas de molestarla.
Por ejemplo...
Adriana tomó del brazo a Samanta.
—Samanta, vamos a saludarla—, dijo con una sonrisa que no prometía nada bueno.
Sin soltar a Samanta, Adriana se dirigió hacia Gaspar y, sin pedir permiso, lo tomó también del brazo.
Gaspar frunció el ceño al voltear hacia su hermana.
—Hermano, ven conmigo a saludar a unos conocidos—, soltó Adriana, como si la petición fuera lo más natural del mundo.
Gaspar no terminaba de entender a quién pretendía llevarlo a saludar su hermana, hasta que los tres, entrelazados, caminaron directo hacia donde estaba Micaela.
Micaela alzó la mirada y los vio acercarse: Adriana sostenía del brazo a Gaspar y al otro lado a Samanta. Los tres juntos, bajo la luz de la lámpara de cristal, parecían el retrato de una familia perfecta. Samanta, radiante y segura; Adriana, con su encanto juguetón; Gaspar, como siempre, serio y elegante, distante de todo.
Al verlos, el gesto de Micaela se endureció.
Gaspar, al darse cuenta de las intenciones de su hermana, miró a Micaela, frunció el ceño y se apartó en silencio.
Adriana se quedó sorprendida un segundo, incómoda por el desplante, pero pensó que al menos Micaela debió sentirse herida.
—Después de seis años siendo su cuñada, la verdad, el estilo de su familia es... único.
—Micaela, tú...—. Adriana se puso roja, a punto de responder, pero Samanta se adelantó con una voz afilada:
—Coquetear con los hombres usando un poco de cara bonita y ese supuesto talento tuyo no es ningún mérito.
Micaela se rio, divertida.
—Para moverse entre hombres, experiencia es lo que sobra, ¿verdad, Samanta? Tú sí que podrías dar cátedra.
Samanta cambió de expresión, pero enseguida recuperó la compostura y sonrió con falsa elegancia.
—Micaela, ya no eres una niña. ¿De verdad crees que la familia Montoya va a aceptar a una divorciada como tú?
Micaela la miró fijamente, sin un atisbo de duda.
—Mi valor no depende de un matrimonio. No necesito que me lo reconozca nadie.
Esa frase atravesó a Samanta y Adriana como una lanza invisible.
Esa noche, Micaela había demostrado con hechos que no necesitaba colgarse de nadie. Ella sola podía brillar más que cualquiera.

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