Gaspar arrugó la frente un instante.
Micaela continuó hablando:
—Si tuvieras un poquito de sentido común, sabrías que todo mi tiempo y energía están puestos en el laboratorio.
El semblante de Gaspar se endureció, pero siguió mirándola con una calma que parecía inquebrantable.
Micaela ya irradiaba una seguridad que nadie podía ignorar.
—En los negocios se trata de invertir y recuperar, pero la investigación científica no funciona así. Si solo buscas eficiencia y ganancias rápidas, mejor invierte en suplementos alimenticios. ¡En tres meses ya los estarías vendiendo! —lo soltó con sarcasmo.
Los ojos de Gaspar se volvieron más oscuros; el ambiente se tornó tenso, como si el aire se hubiera detenido.
Micaela se le plantó de frente, mirándolo directo:
—¿Todavía quieres cancelar nuestro acuerdo?
Levantó un poco el mentón antes de agregar:
—Te aviso, si detienes este proyecto ahora, los ochocientos millones de pesos que metiste desde el principio quizá los pierdas todos.
Gaspar la observó fijamente.
—¿Me estás amenazando, Micaela?
—¿No es justo lo que tú intentaste hacerme? —reviró ella.
Gaspar, de pronto, soltó una ligera carcajada.
—Has cambiado —admitió internamente.
Ya no era esa Micaela que aguantaba todo en silencio, la que daba un paso atrás ante cualquier cosa. Ahora tenía enfrente a una científica capaz de plantarle cara sin titubear.
Y, aunque no lo reconociera en voz alta, esa nueva versión de ella le resultaba extrañamente atractiva…
Gaspar se pasó la lengua por la mejilla y murmuró:
—Perdón, estaba de malas. Me retracto de lo que dije.
Para Micaela, esa disculpa no tenía ni una pizca de sinceridad. Decidió dejarlo pasar.
De repente, Gaspar se acercó y se colocó a su lado. Se inclinó un poco, como si fuera a decirle algo al oído.
Micaela arrugó la frente, tensándose. Gaspar apoyó una mano sobre el escritorio, quedando tan cerca que ella sintió que la tenía atrapada entre cuatro paredes invisibles.
—El proyecto sigue —dijo finalmente él, retirando la mano. Su voz volvió al tono seco y profesional de siempre—. Pero el plazo de tres meses no cambia.
Esta vez, Micaela salió ganando.
Sin decir más, tomó el reporte, colgó su bolso y se dispuso a irse.
—Por la tarde voy a recoger a Pilar. Quiero llevarla a cenar —le avisó Gaspar.
La expresión de Micaela se endureció. Se volteó y contestó:
—Te dejo que la lleves a cenar, pero si piensas presentarle a cualquier persona rara, no lo permito.
Gaspar se quedó quieto y luego sonrió apenas.
—De acuerdo.
Micaela, molesta, salió dando un portazo. ¿Y esa sonrisita qué significaba? ¿A poco pensaba que ella seguía celosa, que todavía le importaba? Nada más lejos. Pero tenía que admitirlo: Gaspar todavía podía desordenarle el corazón, porque las heridas que él le había dejado seguían doliendo.
Ya que Gaspar se haría cargo de su hija, Micaela se sumergió de nuevo en el trabajo, sin darse cuenta de las horas. Cuando por fin se quitó los lentes de seguridad, descubrió que ya eran las nueve de la noche. Se alarmó y se apresuró a recoger sus cosas para regresar a casa.
Cuando llegó, ya eran las nueve con cuarenta. Abrió la puerta y enseguida escuchó la risa de su hija y la voz de Gaspar.
Pepa, que estaba junto a Gaspar, se levantó de inmediato para saludarla.
—¡Mamá! —Pilar corrió a abrazarla. Se le notaba la felicidad en la mirada.
—¿Señora, ya comió? ¿Quiere que le prepare algo? —preguntó Sofía, preocupada.
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