Micaela había estado sentada en la sala de descanso de la boutique de vestidos durante un buen rato, y no fue sino hasta cerca de las seis que finalmente se dirigió al salón de eventos cercano.
Dejó el carro en manos del valet y, con paso seguro, se encaminó hacia el vestíbulo. El vestido largo color verde esmeralda abrazaba su figura, resaltando su elegancia natural.
Esa noche, Micaela no se complicó con peinados elaborados. Llevaba su cabello largo y sedoso, suelto hasta la cintura, lo que acentuaba aún más su aire dulce y delicado.
Avanzaba con tacones altos y, a cada paso, la falda del vestido se balanceaba suavemente, dibujando ondas ligeras y llenas de gracia. Cada movimiento de Micaela parecía una sutil danza.
Apenas cruzó el umbral del vestíbulo, vio que alguien se levantaba del sofá y la llamaba:
—Micaela.
Se detuvo, bolso en mano, y entonces reconoció a Jacobo.
—Jacobo, ¿qué haces aquí? —preguntó, sorprendida.
—Te estaba esperando —contestó él, directo, sin rodeos.
Jacobo solo quería entrar con ella, así de simple. Micaela esbozó una sonrisa.
—Bueno, vamos juntos entonces.
La mirada de Jacobo se posó en ella, un destello de asombro cruzó fugazmente sus ojos.
Esa noche, Micaela en nada se parecía a una científica. Lucía más como una estrella de cine, radiante y deslumbrante.
Jacobo, siempre caballeroso, sostuvo la puerta del elevador para ella y la miró con aprecio.
—Esta noche te ves muy distinta.
Micaela le devolvió una sonrisa tranquila.
—Gracias. Solo me cambié de ropa, nada más.
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