Lara miró a los asistentes que se habían quedado petrificados y, solo entonces, salió de la oficina.
Micaela esperó en su cubículo a que todos se hubieran ido antes de asomarse. También había escuchado las palabras de Lara.
¿Así que Gaspar y Samanta ya estaban hablando de casarse?
Si esas palabras salieron de la boca de Lara, debía ser cierto casi seguro.
Micaela recordó la fiesta de celebración de Samanta, que más bien parecía una propuesta de matrimonio. Quizá esa misma noche Gaspar ya le había pedido matrimonio a Samanta.
Volvió a su oficina. Poco después, Ramiro Herrera se acercó y ambos discutieron algunos asuntos de trabajo.
En ese momento, el teléfono interno de Micaela sonó. Ella contestó con rapidez.
—¿Bueno? ¿Quién habla?
—Micaela, ven a mi oficina un momento —era Leónidas.
—Claro, señor Leónidas —respondió Micaela.
—El señor Leónidas quiere verme por algo —le dijo a Ramiro.
Él asintió.
—Anda, ve.
Micaela tomó el elevador y, cuando llegó a la oficina de Leónidas, abrió la puerta con confianza.
Nada más entrar, se quedó petrificada. En el sofá estaba sentado alguien más: Gaspar.
—¿Y el señor Leónidas? —preguntó, aunque en el fondo ya sospechaba que quien la había hecho llamar no era Leónidas, sino Gaspar.
Gaspar la miró con sus ojos profundos.
—Le pedí que nos dejara solos. Soy yo quien quiere hablar contigo.
El gesto de Micaela se endureció.
—Si no se trata de trabajo, ahórrate las palabras.
—La última vez dijiste que había que fijar los días y la cantidad de visitas al mes, ¿no es así? —Gaspar se puso de pie, su figura alta y elegante avanzando poco a poco hacia ella—. ¿Por qué?
Micaela sostuvo la mirada, enderezó la espalda y se obligó a ignorar la presión que sentía frente a Gaspar.
—¿De verdad quieres cortar todo contacto entre mi hija y yo? —Gaspar la interrogó con una mirada intensa, deteniéndose a solo tres pasos de ella.
En el fondo, eso era justo lo que Micaela deseaba.
Alejar a su hija de él, que ya no dependiera de ese vínculo.
El silencio de Micaela fue respuesta suficiente para Gaspar.
Él tragó saliva con dificultad y, con una mano en el bolsillo, fue hacia la ventana.
—Todavía recuerdo el día que nació Pilar —su voz bajó de volumen, tornándose ronca—. Cuando el doctor me la entregó envuelta en esa cobija rosa, tan chiquita, parecía una gatita que ni los ojos había abierto.
Se detuvo, echando una mirada fugaz a la expresión tensa de Micaela, y continuó, la voz aún más quebrada.
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