Micaela pensó que Gaspar quería hablar con ella de algo importante y en privado. Cuando empujó la puerta de la oficina de Leónidas, vio a Gaspar de pie junto a la ventana panorámica.
Micaela se quedó paralizada un instante, sintiendo cómo se le erizaba la piel y poniéndose a la defensiva. Lo miró con una expresión distante y cortante.
Gaspar se dio la vuelta, su mirada tan impasible como siempre.
—Esta tarde voy a recoger a Pilar y la llevaré a cenar a casa de mi mamá.
La frase, aunque seca, era una solicitud de permiso.
—Tráela de regreso antes de las nueve —aceptó Micaela. Él tenía derecho a ver a Pilar ocho veces al mes. Desde ahora, ella pensaba contar cada una de esas veces con precisión.
Micaela se dio la vuelta para irse, pero Gaspar la detuvo.
—Espera.
Ella no giró, solo se quedó de espaldas, esperando a que hablara.
—La familia Montoya está interesada en discutir una alianza con la mía. Si no quieres que los mayores de la familia Montoya te den problemas, procura no acercarte demasiado a Jacobo estos días.
Gaspar se acercó despacio. Su voz sonó grave:
—Te lo advertí: la familia Montoya jamás permitiría que su heredero se case con una mujer divorciada y con hija.
Una oleada de rabia le subió a Micaela, que se volvió y soltó una risa burlona.
—¿Qué pasa? ¿Desprecias a las mujeres divorciadas? ¿En tu cabeza, una mujer como yo no vale nada?
Gaspar frunció el ceño.
—No quise decir eso.
—Gaspar, acepto que fui una ingenua al fijarme en ti, pero eso no te da derecho a menospreciarme ni a tratarme como si no valiera nada —alzó la voz—. Estuve seis años casada contigo, y para ti no fui más que la niñera gratis, la fábrica de hijos. ¿Ahora te haces el preocupado? ¿Para quién es ese numerito?
La expresión de Gaspar cambió ligeramente.
—Nunca he...
Micaela lo interrumpió de golpe.
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