—Tranquila, la próxima vez te acompaño —dijo Gaspar mientras bajaba a su hija y se acomodaba la chaqueta—. Anda, entra ya.
Pero Pilar se aferró con fuerza a la manga de Gaspar, negándose a soltarlo.
—No quiero, papá, tú también tienes que entrar.
Micaela, de expresión imperturbable, se paró en la puerta y le habló suavemente a su hija:
—Tu papá está ocupado, tiene que irse a una reunión.
En ese momento, la lluvia empezó a intensificarse. El cabello negro de Gaspar ya estaba empapado, y el agua le corría por la mandíbula hasta gotearle en la ropa. Al ver los ojos de su hija llenos de expectativa, levantó la mirada y buscó el rostro de Micaela.
—Nada más la acompaño hasta adentro y me voy —dijo Gaspar en voz baja.
La entrada de la casa de Micaela no tenía techo, así que Pilar se protegía bajo el paraguas de su mamá.
—No hace falta —respondió Micaela, con un tono distante.
Pilar miró a su papá, viendo cómo se empapaba solo para que ella no se mojara. Sintió un nudo en la garganta y, de pronto, la tristeza y la compasión la hicieron fruncir la boca.
—Mamá, no eches a papá, él está todo mojado.
Micaela notó que los ojos de su hija se llenaban de lágrimas. Sabía bien que la situación de Gaspar despertaba en Pilar un cariño especial por su papá. Y, desde el punto de vista de su hija, ese sentimiento tenía todo el sentido.
Si Micaela se mostraba inflexible y no reconocía ese cariño, le estaría haciendo daño a Pilar, impidiendo que creciera con un corazón pleno.
Respiró hondo y, al final, decidió hacerse a un lado.
—Entren ya.
Gaspar se quedó un instante sorprendido.
Micaela, protegiendo a Pilar bajo el paraguas, la llevó hasta el corredor cubierto. Gaspar cruzó rápidamente, dejando un reguero de agua a su paso.
—Papá, te traigo una toalla —dijo Pilar, preocupada de verdad. Corrió a buscar una toallita y se la entregó a Gaspar; era su pequeña toalla infantil.
Gaspar se agachó frente a ella, pero no tomó la toalla. Le habló con ternura:
—¿Me ayudas a secarme, princesa?
—Claro —contestó Pilar, y con torpeza, le secó el cabello y la cara a su papá.
Micaela los miraba desde la cocina, apoyada en el dispensador de agua. Observó la escena entrañable entre padre e hija, consciente de que esa conexión era una de esas cosas que nunca podría controlar.
—Mamá, ¿hay ropa limpia para papá? —preguntó Pilar, notando que la ropa de Gaspar estaba completamente mojada.
—No hay —respondió Micaela sin dudar.
Gaspar entornó los ojos, mirando a Micaela. Que en su casa no hubiera ni una sola prenda de hombre solo podía significar que jamás había llevado a nadie más allí.
—Pilar, dile a tu papá que se vaya a casa de tu abuelita a cambiarse. No queda lejos —le dijo Micaela, cediendo al cariño de su hija pero también buscando que Gaspar se marchara.
—Papá, ve a la casa de la abuelita, báñate y cámbiate de ropa, ¿sí? No te vayas a enfermar —insistió Pilar.
Gaspar le sonrió, le revolvió el cabello con cariño.
—Está bien, princesa, me voy para allá.
Cuando Gaspar se fue, Micaela le dio a su hija un poco de agua tibia y revisó que no estuviera mojada.
Esa noche, Micaela preparó dos tazones de sopa y disfrutó de un momento tranquilo con su hija.
...
Leónidas se apresuró a preguntar, preocupado:
—Señor Gaspar, ¿se siente mal?
—Nada grave, solo un resfriado —respondió Gaspar, restando importancia mientras miraba de reojo a los presentes.
Lara, sin perder tiempo, tomó su celular y le mandó un mensaje a Samanta.
[Samanta, ¿sabías que el señor Gaspar está enfermo?]
[Claro, lleva un par de días así, se resfrió.]
Lara no pudo evitar imaginarse la razón del resfriado de Gaspar. Con lo fuerte que era, no se enfermaba por cualquier cosa. ¿Será que Samanta no lo había complacido y él se había bañado con agua fría o algo por el estilo?
Al ver al hombre del otro lado de la mesa, con ese aire tan reservado, Lara se sintió algo incómoda y prefirió no seguir con sus pensamientos.
Micaela seguía revisando documentos, como si todo lo ajeno a la reunión no existiera para ella.
La junta inició. Gaspar, sereno y profesional, solo interrumpía de vez en cuando para toser. Leónidas le pidió a Anselmo que le llevara un vaso de agua tibia.
A mitad de la reunión, Gaspar no pudo evitar toser con más fuerza.
—Señor Gaspar, ¿quiere descansar un poco? —preguntó Leónidas, preocupado.
Gaspar negó con la mano, la voz áspera:
—Sigamos.
Varios miraron a Micaela, esperando alguna reacción por el hecho de que Gaspar, su exesposo, estaba enfermo. Pero Micaela mantenía la calma, más indiferente que todos los demás.

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