A la mañana siguiente, Micaela bajó las escaleras de la mano de su hija. Apenas llegaron al estacionamiento subterráneo, distinguieron la silueta de un hombre apuesto recargado contra una columna.
—¡Papá! —Pilar corrió feliz hacia él.
Gaspar la miró con ojos entrecerrados y una sonrisa cálida.
—Hoy te llevo yo a la escuela.
—¡Sí! —Pilar movió la cabeza, encantada, y volteó a ver a su mamá—. Mamá, ¿vienes conmigo también?
Micaela le entregó la mochila con una sonrisa.
—Hoy no, mi amor. Mamá tiene que ir a trabajar.
—Bueno, mamá, nos vemos. —Pilar asintió, despidiéndose.
Micaela sintió cómo una mirada intensa se posaba sobre ella, pero prefirió ignorarla. Abrió la puerta de su carro y se marchó sin mirar atrás.
—¡Papá, apúrate! —Pilar tiró de la mano de Gaspar, impaciente.
Gaspar desvió la mirada, abrió la puerta trasera y ayudó a Pilar a subir. Así fue como él la llevó a la escuela esa mañana.
...
Alrededor de las once, Micaela recibió una llamada de Nico Obregón, quien le pidió que fuera a su laboratorio junto con Ramiro Herrera. Al parecer, había hecho un descubrimiento importante.
Sin perder tiempo, Micaela y Ramiro se dirigieron al Laboratorio Rin.
Ya en el laboratorio, ambos se pusieron las batas de protección. Nico les mostró los resultados que había obtenido en los ratones de prueba; los patrones eran distintos a lo esperado.
Al salir del laboratorio, Nico organizó de inmediato una reunión de una hora para discutir los hallazgos. En la sala, cinco personas debatieron a fondo sobre los avances experimentales.
Cuando el reloj marcó el mediodía, Nico les sugirió a Ramiro y Micaela que fueran a comer a un restaurante cercano.
Aprovechando que en la tarde debían regresar al laboratorio, Ramiro y Micaela eligieron un restaurante italiano de la zona. Era raro que tuvieran oportunidad de salir a comer juntos.
Apenas terminaron de pedir, la puerta del local se abrió y entraron dos chicas. Una de ellas era, nada menos, que Adriana, la señorita de la familia Ruiz.
Adriana no esperaba encontrarse ahí con Micaela y Ramiro. Fingió sorpresa y, señalando a su amiga, dijo:
—¡Sentémonos aquí!
Su amiga no puso objeción y ambas se acomodaron en la mesa de al lado. Tras ordenar, Adriana bajó la voz, pero lo suficiente para que la escucharan.
—¿No que querías escuchar historias de mi hermano? —le dijo a su amiga.
La otra, apoyando el codo en la mesa, la miró con los ojos llenos de curiosidad.
—¡Cuéntame por favor! Tengo un montón de amigas que mueren por saber los chismes de tu hermano.
Adriana lanzó una mirada de reojo a Micaela y comenzó.
—Hace diez años, mi hermano tuvo un accidente y estuvo en coma un año entero. ¿Sabes qué pasó? Una estudiante de medicina se metía a su cuarto sin avisar.
Ramiro frunció el ceño.
—Se está pasando.
—No importa, sus palabras no me afectan —Micaela le sonrió, serena—. Los que no aceptan la realidad, son los que más pena dan.
Justo esas palabras llegaron a los oídos de Adriana, quien apretó los dientes y la miró con rabia.
—Hay quienes fingen ser decentes, pero todos sabemos las mañas que usan. Y todavía se hacen las víctimas —dijo en voz más alta.
Su amiga, al notar la tensión y darse cuenta de quién era Micaela, se tapó la boca, sorprendida.
—Adriana, ya cálmate, mejor comamos.
Micaela cortó su pedazo de carne con calma, como si las palabras de Adriana fueran simple ruido de fondo.
—Ramiro, en la tarde revisamos de nuevo los datos de Nico.
Ramiro, siguiendo su ejemplo, retomó la conversación científica.
—Perfecto, así los comparamos con los nuestros.
Adriana, frustrada por la indiferencia de Micaela, apretó los puños. Estaba a punto de decir algo más cuando la puerta del restaurante se abrió y entraron varios hombres trajeados. El que iba al frente era Jacobo, acompañado de tres clientes. Mientras conversaban y avanzaban por el salón, Jacobo se detuvo al ver a Micaela y su rostro se iluminó.
Adriana, que estaba mirando en esa dirección, vio también cómo Jacobo se fijaba en Micaela. Su cara perdió todo el color y, nerviosa, bajó la cabeza.

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