Lionel, sabiendo que no tenía razón, con el ánimo por los suelos, volvió a buscar el vino.
Jacobo le apartó la botella de un manotazo.
—Lionel, la vida no se trata solo de amores. Ya basta, tienes que levantarte.
Mientras lo miraba así, tan derrotado, Jacobo no pudo evitar extrañar al Lionel de antes, el que se tomaba todo a broma pero que tenía energía en la mirada, el que perseguía lo que quería y se llenaba de orgullo al lograrlo. Ahora, una relación lo había dejado hecho trizas.
—Pensé que si me esforzaba lo suficiente, si era sincero, algún día ella se fijaría en mí. Pero ahora me doy cuenta... Gaspar ni siquiera tuvo que hacer nada y aun así ganó —murmuró Lionel, en un tono tan apagado y desolado que a Jacobo se le apretó el pecho.
Jacobo le dio unas palmadas en el hombro, sintiendo un revoltijo de emociones.
—Ya no tomes, vámonos. Te llevo a tu casa, duerme bien, mañana paso por ti y vamos a comer algo.
Lionel no puso resistencia. Dejó que Jacobo lo ayudara a levantarse y, tambaleando, lo guio hacia afuera.
Jacobo lo metió al carro y arrancó directo hacia la casa de Lionel. Sabía que, en cuestiones de amor, uno siempre anda a ciegas mientras los de fuera ven todo claro.
Al llegar, el mayordomo salió a abrir la puerta. Jacobo ayudó a Lionel a subir, lo acompañó hasta su cuarto y le dio unas cuantas indicaciones antes de despedirse.
Apenas Jacobo se fue, el mayordomo volvió a escuchar el timbre. Se quedó pasmado un instante, ¿acaso Jacobo había olvidado algo?
Al mirar la cámara, vio a una joven de porte elegante y sonrisa tranquila. La reconoció enseguida: era la señorita Paula, la prometida que la señora de la casa había escogido para Lionel.
Abrió la puerta de inmediato.
—Señorita Paula, qué gusto verla. El señor acaba de llegar, pero está un poco pasado de copas.
Paula se notó sorprendida.
—¿Estuvo bebiendo? ¿Le pasó algo?
El mayordomo pensó que, si el señor llegaba a vomitar, él solo no podría con eso. Era mejor que Paula se encargara.
—No sabría decirle, señorita. Pase, mejor vaya a ver cómo está el señor.
Paula sintió que no podía ni respirar. Ella siempre había tenido sentimientos por Lionel, pero sabía bien que el corazón de él pertenecía a otra mujer, seguramente esa tal Samanta.
Ahora estaba claro que él la estaba confundiendo con esa chica.
—Lionel, te equivocas, no soy Samanta. Soy Paula.
—No, eres mi Samanta —insistió Lionel, abrazándola con más desesperación—. No te vayas, te prometo que seré mejor contigo.
—Lionel, por favor, reacciona —intentó Paula, buscándolo con la mirada.
Pero Lionel, como niño herido, escondió la cabeza contra su pecho y murmuró entre sollozos:
—No te vayas, de verdad te quiero. Desde el primer momento en que te vi, me enamoré.
Paula se quedó inmóvil. Sí, le gustaba Lionel, y escuchar esa confesión tan sentida, aunque no fuera para ella sino para otra, le dolió y la enterneció al mismo tiempo. Suspiró, y en vez de apartarlo, lo rodeó con los brazos, aceptando ser, aunque fuera por un rato, el consuelo que él buscaba.
Lo que Paula no sabía era qué precio tendría esa debilidad de su corazón.

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