Micaela les avisó a Sofía y a Pilar que necesitaba descansar un rato. Pilar, muy comprensiva, bajó a jugar sola.
Micaela se recostó en la cama y, ya sin fuerzas, se quedó profundamente dormida.
Durmió desde la mañana hasta las dos de la tarde. Cuando despertó, se sentía mucho mejor. Bajó y vio a su hija jugando con Pepa, correteando por la sala. El sol de la tarde inundaba el espacio con su luz cálida y brillante. Pilar corrió y se lanzó a los brazos de Micaela. Ella la abrazó, miró su carita sonrojada y, en ese instante, sintió cómo su determinación se volvía aún más fuerte.
No importaba si la probabilidad era del treinta por ciento o solo del uno, haría todo para reducirla a cero.
El celular de Micaela empezó a sonar. Miró la pantalla: era Ramiro Herrera. Contestó de inmediato.
—¿Hola, Ramiro?
—Hoy fui a la oficina a buscarte, pero me dijeron que pediste el día. ¿Todo bien? —preguntó Ramiro con preocupación.
Aunque Micaela tenía el ánimo por los suelos, no quería contagiarle su malestar. Así que sonrió con ligereza.
—Tranquilo, todo está bien.
—En el proyecto de vivienda hay varios puntos que no me quedan claros. Quiero platicar contigo para aclararlos.
—¿Por qué no vienes a cenar a casa esta noche? Así aprovechamos y hablamos del trabajo —propuso Micaela.
Ramiro accedió sin dudar.
—Perfecto, saliendo del trabajo paso para allá.
Al terminar la llamada, Micaela volvió a su estudio. Prendió la computadora, pero en vez de revisar esos datos que tanto la inquietaban, empezó a leer todos los informes del laboratorio Ángel sobre tratamientos y alternativas para enfermedades raras de la sangre.
Sabía que tenía que empaparse de toda esa información y dominar la tecnología lo antes posible, para que cuando Ángel regresara pudieran hablar de igual a igual.
A las seis en punto, Ramiro llegó. Micaela lo invitó a sentarse en el balcón para discutir los detalles del proyecto. Ramiro llegó con todos los documentos bajo el brazo y se metieron de lleno en la plática.
Mientras tanto, el celular de Micaela había quedado olvidado en el segundo piso. Pilar, que estaba jugando arriba con Pepa, entró al cuarto principal, lo vio y lo tomó. Al ver el nombre en la pantalla, se emocionó y gritó hacia Pepa:
—¡Es mi papá!
Deslizó el dedo para responder.
—¡Hola, papá, soy yo!
—¿Pilar? ¿Eres tú? ¿Dónde está tu mamá? —la voz de Gaspar sonó cálida y serena.
Micaela se alejó hacia el otro extremo del balcón, se llevó el celular al oído y preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Ramiro está en tu casa? —la voz de Gaspar sonó tranquila, pero firme.
Micaela sintió de inmediato una oleada de molestia. Contestó con un tono más cortante:
—No tienes derecho a opinar sobre quién viene a cenar a mi casa. Si tienes algo que decir, dímelo de una vez.
—Hace un tiempo le hice una prueba genética a Pilar. Te voy a mandar los resultados. El doctor Ángel piensa que el riesgo de que Pilar tenga una enfermedad hereditaria es muy bajo, pero no puede asegurarlo —explicó Gaspar, con voz grave.
Micaela apretó el celular, enfurecida.
—¿Cuándo le hiciste esa prueba a Pilar?
—Hace cuatro años —admitió Gaspar.
—¿Y por qué no me lo dijiste, Gaspar? —La voz de Micaela tembló, no solo de enojo, sino de angustia. No podía creer lo que acababa de escuchar.

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