—Micaela, ¿viste las cicatrices en la muñeca de Samanta? Lo de cortarse las venas, seguro lo hace para manipular al señor Gaspar.
Micaela arrugó la frente. Samanta, siendo la única donante compatible en todo el mundo, sí que podía poner su vida como moneda de cambio frente a Gaspar. Así que, lo que ella pidiera, Gaspar tendría que dárselo, incluso si eso significaba sacrificar su propio matrimonio.
A Micaela le vino a la cabeza aquel incidente en la piscina: Samanta la empujó a propósito y luego la arrastró al agua con ella. Samanta sabía perfectamente que Gaspar saltaría antes que nadie para salvarla, porque de la salud de ella dependía la vida de los tres Ruiz, abuelo, padre e hija.
Todavía recordaba la expresión ansiosa de Gaspar mientras la revisaba esa vez. También tenía grabada la mirada orgullosa y triunfante de Samanta. En ese entonces, Micaela pensó que todo eso era prueba de que Gaspar la quería.
Y en la mesa, cuando Samanta se puso a tomar, provocando que Gaspar le arrebatara el vaso, en su momento Micaela creyó que era una muestra de preferencia y cuidado especial. Ahora, al repasar los hechos, entendía que todo era puro teatro montado por Samanta para engañarla.
Una y otra vez, Samanta utilizó el chantaje de sus heridas y su vida para atar a Gaspar a su pacto. Lo que más enfurecía a Micaela era que incluso se atrevía a manipular a su propia hija, inocente y sin saber nada.
—Gracias, doctor, por contarme todo esto.
Tras agradecer, Micaela se fue directo a su oficina. Se sentó frente a la computadora, pensativa durante unos minutos, y luego accedió al sistema interno del laboratorio.
Buscó un expediente: era el informe genético que salió dos años después de que Damaris presentó los primeros síntomas. Si Gaspar ya sabía del peligro hereditario en ese momento, desde entonces la importancia de Samanta en su vida habría duplicado su peso.
Micaela cerró los ojos un instante. Si su matrimonio con Gaspar terminó por culpa de las trampas de Samanta, entonces Samanta había ganado.


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