Desde el inicio de su carrera, Micaela Arias enfocó todos sus esfuerzos en una sola meta: dejar de depender de Samanta Guzmán como su única donante. Micaela prefería invertir diez, incluso cien veces más energía en su trabajo antes que verse, en el futuro, pidiendo favores. Esa determinación era como una llama que nunca dejaba de arder dentro de ella.
En esta ocasión, además de tratar a Adriana Ruiz, Micaela había iniciado otro proyecto de investigación. Utilizaba sus propias muestras de sangre para buscar alguna reacción especial de anticuerpos que pudiera existir entre familiares directos.
Esa idea no había surgido de la nada. Desde que supo que su hija podría heredar la enfermedad, empezó a darle vueltas en la cabeza. Como madre, le resultaba imposible aceptar que el destino de su hija dependiera de alguien como Samanta, una persona de intenciones dudosas, capaz de usar su vida como moneda de cambio en cualquier momento. Gaspar Ruiz optó por negociar y adaptarse a la situación, pero Micaela simplemente no podía. Ella eligió romper por completo esa dependencia.
Apoyándose en los datos de los experimentos de Ángel y en teorías publicadas por expertos mundiales en sangre, Micaela estaba convencida de que podía hallar una respuesta. Comparaba muestras tempranas de Adriana y de Damaris Quintana, buscando alguna pista.
Su hipótesis era clara: si la enfermedad se transmitía por herencia genética, tal vez entre familiares de sangre existía un tipo de respuesta inmune aún no descubierta, algo más preciso, más adaptado, tal vez un sistema de generación de anticuerpos único.
En su mente, la teoría ya tenía sentido. Micaela solo necesitaba encontrar esa pieza clave, esa llave maestra. Y el caso de Adriana era la mejor oportunidad para comprobarlo.
—Doctora Micaela, el nuevo análisis de sangre de la señorita Adriana ya está en su laboratorio —avisó la enfermera, tocando a la puerta.
Micaela salió de sus pensamientos y asintió.
—Gracias, ahorita lo reviso.
Poco después, se dirigió al laboratorio. Sus manos se movían con destreza entre los equipos, analizando la muestra de Adriana. No descartaba ninguna posibilidad, combinando los datos disponibles y repitiendo pruebas una y otra vez.
Al fracasar en otro intento, Micaela se dejó caer sobre la mesa del laboratorio, cerrando los ojos, dejando que el cansancio la envolviera por un instante. De repente, una idea atrevida le cruzó la mente como un relámpago.
—Catalizador dirigido... —murmuró, y de inmediato sacudió el letargo de encima. Se sumergió de nuevo en su trabajo, ajustando la teoría y retomando los experimentos.
...
En otro lado, Gaspar marcó el número de Ángel desde su celular. Al contestar, Ángel preguntó:
—¿Busca a Micaela? ¿Quiere que le pase el recado?
—¿Micaela está en su oficina? —preguntó Gaspar.
—Está en el laboratorio, ya lleva dos horas ahí y no ha salido —respondió Ángel.



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