Samanta había vendido sangre a escondidas varias veces, solo para poder comprarse unos zapatos que su mamá nunca le quiso regalar. Jamás imaginó que eso la pondría en la mira de un laboratorio, quienes le ofrecieron una suma exorbitante para que donara sangre de forma regular.
Por supuesto, ella no quiso. No pensaba arriesgar su vida por ese dinero.
Después de rechazar la oferta de Ángel, salió corriendo de la oficina, pero en su prisa se topó con alguien de frente.
Mientras se sobaba el costado adolorido y levantaba la mirada, quedó en shock.
Podía escuchar claramente el retumbar acelerado de su propio corazón.
Gaspar, con apenas veinte años, la sostuvo con gentileza y, con una voz grave y distante, soltó:
—Perdón.
Luego, sin más, se dio la vuelta y entró a la oficina detrás de ellos.
Samanta estuvo a punto de marcharse, pero la conversación que alcanzó a escuchar entre Gaspar y Ángel la detuvo. Así se enteró: la persona que necesitaba su sangre con urgencia era nada menos que la mamá de Gaspar.
En ese instante, una idea tan atrevida como desesperada se apoderó de su mente.
Lo entendió: ahí, frente a ella, se le presentaba la oportunidad de cambiar su destino.
Tenía que aferrarse a él, a como diera lugar.
Volvió a entrar a la oficina de Ángel, el rostro encendido, pero con una determinación que no la había acompañado antes.
—Acepto donar mi sangre —dijo, sin dudar.
Había tomado la decisión correcta. Durante esas dos semanas, vio a Gaspar varias veces. Él la acompañaba personalmente, cuidándola con una atención que jamás había recibido. Un mes después, fue ella quien se le declaró.
Claro que el dinero le atraía, pero Gaspar… Gaspar era todavía más tentador.
Cuanto más lo conocía, más comprendía su propio valor: era la única persona compatible en el mundo para la mamá de Gaspar.

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