Del otro lado del teléfono, la voz de Ángel temblaba de la emoción.
—¡Esto es increíble, Micaela! Esto es un avance monumental, casi no lo puedo creer... ¡Significa que por fin dejamos de depender de un solo donante!
—Sí —respondió Micaela, dejando escapar una risa leve, cargada de alivio y felicidad—. Y lo mejor es que los resultados son aún mejores.
Ángel apenas podía contener el júbilo. Había dedicado años de su vida a levantar ese laboratorio, cuidando cada detalle, apostando incluso lo que no tenía, y al final fue Micaela quien logró el mayor descubrimiento. La respuesta siempre había estado ahí, pero él no supo verla. Fue ella quien lo consiguió.
—Voy a organizar los datos de inmediato y avisarle a Gaspar en cuanto termine —dijo Ángel, ansioso.
Micaela recordó el rostro cansado de Gaspar al irse hace poco: los ojos enrojecidos por las desveladas. Si Ángel le contaba ahora, seguro que interrumpiría su descanso y lo dejaría tan eufórico que no podría dormir en toda la noche.
—Doctor, mejor cuénteselo mañana —sugirió ella.
Ángel captó al instante la indirecta.
—Tienes razón, sí... Anoche él se quedó toda la noche contigo, debe estar agotadísimo. Si le digo ahora, no va a pegar ojo —rio—. Que descanse, se lo merece.
Después de platicar un rato más con Ángel, Micaela colgó. El calor del hogar la envolvía. Caminó hasta el cuarto de los niños y se detuvo a mirar a su hija, que estaba tirada en la alfombra, armando un castillo de piezas de Lego. La luz suave resaltaba su carita dulce, tan concentrada, tan llena de vida, que a Micaela se le desbordó el corazón.
No podía evitar pensar en lo rápido que había pasado el tiempo. Aquella niña que apenas balbuceaba en sus brazos, ahora era tan independiente y lista...
...
En la casa de Samanta, el ambiente era otro. Llevaba días inquieta, sin poder dormir ni comer bien, y tras la extracción de sangre, el cansancio físico la tenía de mal humor. Todo le molestaba.
—No hay dinero, siempre la misma historia... Si no había dinero, ¿para qué tener una hija? —gritaba su madre, solo después de colgarle al papá de Samanta.
Samanta, abrazada a un viejo cuaderno de partituras, miraba desde la puerta mientras su madre desahogaba su frustración.
—¿A qué sigues con esa tontería de la música? Mírate nada más... ni que fueras princesa para darte esos lujos. Mañana mismo te buscas un trabajo.
Cuando la madre se acercó para arrancarle el cuaderno, Samanta lo aferró con fuerza, escuchando cómo su madre sollozaba y maldecía.
—Te lo advierto, deja de soñar despierta. Mejor búscate un tipo con dinero y cásate, eso sí es de verdad. No vayas a salir igual que ese infeliz de tu padre...
Samanta salió corriendo de la casa. Apenas había avanzado unas cuadras cuando recibió una llamada. Alguien quería verla.

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