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Divorciada: Su Revolución Científica romance Capítulo 961

Así que, aunque en el futuro llegaran a verse de nuevo, Micaela no podría hacerle nada, e incluso, tal vez tendría que terminar igual que Gaspar... pidiéndole ayuda.

Samanta pensó en eso y ya no pudo evitar sentir ansias por encontrarse de frente con Micaela y platicar oficialmente con ella.

En ese momento, una oleada de mareo la sacudió. Samanta se sujetó la cabeza y respiró agitadamente, sintiendo el dolor clavársele en las sienes. Miró la hora: ya eran las tres de la madrugada.

Llevaba días enteros sin poder dormir por el sufrimiento, el insomnio se había vuelto insoportable y hasta había tenido que aumentar la dosis de pastillas para dormir. Caminó hasta la recámara principal, abrió el frasco y se tragó dos pastillas antes de meterse a la cama.

...

En la mañana.

Micaela llevó a su hija a la escuela y, tras ver entrar a Pilar al campus, condujo el carro rumbo al laboratorio.

Cuando llegó, Gaspar todavía no estaba.

Ángel se le acercó y le dijo:

—El señor Gaspar fue a visitar a su mamá, va a llegar en un rato. Micaela, ponte a revisar los documentos, y cuando llegue le damos la buena noticia juntos.

Micaela asintió con la cabeza y se metió al laboratorio para ponerse a trabajar.

Adriana estaba platicando con una de las enfermeras. Su ánimo había mejorado mucho, y hasta las manchas rojizas bajo la piel de sus manos se iban desvaneciendo poco a poco. Solo eso ya bastaba para ponerla de buenas.

En ese momento sonó el celular de Adriana. Al ver la pantalla, notó que era un mensaje de Samanta.

[Adriana, hace tiempo que no te veo, ¿sigues ocupada?]

Samanta.

Adriana sonrió y contestó:

[Samanta, ¡cuánto tiempo! ¿Tú qué has hecho últimamente?]

[He estado ocupada con el trabajo. ¿Las señoras están bien?]

En el hospital, la salud de Damaris había mejorado estos días. Se encontraba desayunando cuando, al levantar la mirada, vio entrar a su hijo. Primero se alegró, pero de inmediato se quedó helada.

—Gaspar, tu cabello... ¿qué te pasó en el cabello?

Gaspar le sonrió tranquilo.

—No pasa nada, mamá.

—Déjame ver, acércate, déjame ver—insistió Damaris, asustada. Su hijo, con apenas veintinueve años, ya tenía mechones grises. ¡Era imposible! Solo habían pasado dos días sin verlo.

Gaspar se sentó junto a ella. Damaris le revisó el cabello con la mano y, al notar las canas, se le llenaron los ojos de lágrimas. Sabía que por su culpa y la de su hija, su hijo había cargado con una preocupación de diez años. Todo ese estrés había hecho mella en él. Sintió una pena enorme, una culpa que la aplastaba.

—Mamá, te juro que estoy bien—dijo Gaspar, tomando una servilleta para consolarla—. Es solo que no he dormido bien estos días, pero ya voy a recuperarme, no te preocupes.

Pero Damaris no podía creerse ese cuento de que era solo cansancio. Sabía bien que todo era por la angustia, por pensar demasiado, por estar tan desgastado. Era por ella, por la enfermedad de su hija, por el futuro de Pilar y todo lo que había tenido que cargar por la familia...

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