Alrededor de las tres de la tarde, Adriana se arregló un poco y salió. Se dirigió a una cafetería y tomó asiento, esperando con paciencia. No pasó mucho tiempo antes de que Samanta llegara, tan elegante como siempre, luciendo esa presencia impecable que ya era su marca.
Adriana la observó en silencio, sintiendo una mezcla de molestia y desconfianza. Para el mundo, Samanta era la pianista exitosa que lo había logrado todo con su talento y esfuerzo, sin ayuda de nadie. Pero Adriana sabía la verdad: cada paso que Samanta había dado estaba manchado por los tratos con su hermano. Desde el principio, Samanta había tenido la mira puesta en el lugar de la señora Ruiz, y estaba dispuesta a usar a toda la familia Ruiz como escalón para llegar a su meta, sin importarle a quién pisoteara en el camino.
Samanta se sentó con una sonrisa amable, la típica de ella, la que usaba para ganarse a todos.
—Adriana, ¿llevas mucho esperando? El tráfico estaba terrible.
Sin esperar respuesta, levantó la mano y llamó al mesero, como si el mundo entero estuviera ahí para atenderla.
Adriana la miró, sin prisa, dándole espacio para que siguiera con su show.
Samanta notó la mirada fija de Adriana y no pudo evitar tensarse.
—Adriana, tengo que pedirte disculpas. Te lo oculté por mucho tiempo, pero no fue mi intención. Fue tu hermano quien no me dejó decirte nada.
—Ya sé cómo es mi hermano. Siempre quiere cargar con todo él solo —replicó Adriana, chasqueando la lengua—. ¿Se cree muy valiente o qué? Es un fastidio. Ahora resulta que la enfermedad de mi mamá me la vienen a decir hasta el final.
—Tu hermano tiene sus motivos, no deberías juzgarlo tan duro —insistió Samanta, manteniendo esa fachada de hermana mayor comprensiva, como si solo estuviera allí para proteger a Gaspar y pensar en el bienestar de todos.
Adriana recordaba cuántas veces se había tragado ese cuento. Siempre había creído que Samanta era una buena persona, dulce y comprensiva, la pareja ideal para su hermano. Pero hoy, ese barniz se le deshacía en la cara.
—Samanta, voy a preguntarte algo directo, pero no quiero que me mientas —expresó Adriana, entrelazando los dedos sobre la mesa y acercándose un poco—. Cuando conociste a mi hermano, ¿cuánto dinero te dio, en total?
A Samanta se le detuvo la mano a medio camino mientras revolvía el café. Su sonrisa se tensó, pero intentó mantener la compostura.
—Gaspar sí me dio un poco de apoyo, lo admito. Pero era para que pudiera terminar mis estudios tranquila, tú sabes que el arte no es nada fácil. No fue dinero en efectivo, siempre fue a través de una fundación... En fin, nunca me faltó nada, tú lo sabes.
Por dentro, Adriana se mordía la lengua para no soltar una carcajada. Claro que iba a decir eso, ¿qué otra cosa podía contestar? Por fuera, fingió una sonrisa.

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