**Esta historia es paralela a Valle de los Lobos, contada desde el otro protagonista, y termina después del final de Valle.**
Las oscuras nubes de tormenta ocultaban las estrellas, reflejando con un ominoso tinte sangriento las llamas que devoraban la aldea abandonada. Y en los campos vecinos, la escarcha tardía crujía bajo los cascos de los caballos de batalla y las patas de los gigantescos lobos. Gritos, relinchos y aullidos llenaban la noche en aquella lucha feroz, a muerte.
Los jinetes, liderados por un guerrero de larga cabellera rubia, intentaban contener la embestida de los lobos con lanzas y espadas de plata, pero poco a poco cedían terreno. Los lobos esquivaban sus lances para atacar primero a sus cabalgaduras, desgarrando tendones, cuellos, vientres, para desmontar a los jinetes. Entonces se lanzaban sobre ellos, indiferentes a cortes o puntazos, los enormes colmillos listos para cerrarse sobre los cuellos de sus enemigos.
Una decena de guerreros, asediados por los lobos, rompió filas y volvió grupas, huyendo al galope hacia la aldea. El lobo que lideraba la carga, una enorme criatura negra de ojos dorados, remató al jinete con el que luchaba y se lanzó tras los fugitivos. El resto de los lobos oyeron su llamado en sus mentes por todo el campo de batalla:
—¡A mí!
Media docena de lobos se desentendió de la lucha para ir tras él.
—¡Padre! —gritó alarmado otro lobo negro.
Oyó su grito replicado por dos lobos más desde distintos puntos del campo, mientras él se defendía de tres jinetes que intentaban traspasarlo con sus hojas, y no lograba abrirse paso entre ellos para ir tras el Alfa.
—¡Milo! ¡Mendel! —llamó, cerrando sus fauces en torno a la pata trasera de un caballo.
El animal se encabritó con un relincho, arrojando a su jinete de espaldas sobre la tierra congelada y quebrándole la espalda. El lobo sintió el agudo dolor de un lanzazo en su anca y se volvió para arrancarse de la hoja. Esta vez, sus colmillos se clavaron en la pierna misma del jinete que lo hiriera, desgarrándola de un tirón brutal a la altura de la rodilla.
—¡Yo iré!
El lobo vio a uno de sus hermanos saltar sobre un caballo, derribar al animal y a su jinete y dirigirse al hueco en las filas enemigas. Se deshizo apresurado del último jinete, pero cuando quiso seguir a su hermano, la herida en su anca le impidió correr.
—¡Mael! —llamó su otro hermano—. ¿Estás herido?
No se molestó por responder. Ignoró el dolor del corte sucio de plata, y el ardor ponzoñoso que comenzaba a expandirse desde la herida, y se dirigió lo más rápido que podía hacia la aldea. Su hermano llegó a su lado desde el extremo opuesto de los campos, y juntos lucharon por abrirse paso en pos de su padre.
De pronto los jinetes se reorganizaban ante ellos, ofreciendo un frente más compacto y difícil de penetrar.
—¡Padre! —volvió a llamar el lobo, sin obtener respuesta, dirigiéndose con su hermano hacia donde veían menos jinetes para tratar de romper el cerco.
Entonces oyeron los aullidos pidiendo ayuda desde la aldea.
—¡Lo capturaron! —exclamó su hermano desde allí.
Los dos lobos negros rugieron enfurecidos, y el que estaba ileso se adelantó, derribando a cualquiera que intentaba interponerse en su camino.
—¡Se lo llevan!
El lobo herido abrió su mente al resto de los suyos para que todos lo escucharan.
—¡No les permitan retroceder!
Hizo caso omiso del corte sangrante en su anca para seguir como podía a su hermano, que le abría camino dejando un tendal de caballos heridos y jinetes aplastados bajo sus monturas. Fue tras él rematando enemigos. Mientras tanto, a sus espaldas, el grueso de los lobos continuaba luchando, intentando por todos los medios rodear a los jinetes, o al menos empujarlos hacia los campos.
Se adentró en la calleja que llevaba al centro de la aldea, rodeado de chozas y cabañas que se derrumbaban en llamas, siguiendo los ruidos de lucha allá adelante. Pronto cruzó a varios lobos heridos que se alejaban de la pelea por orden de sus hermanos, para evitar ser capturados también.
—Era una emboscada —dijo uno, que apenas podía sostenerse en pie, el lomo abierto de una estocada—. Una docena de pálidos aparecieron de la nada y nos cortaron el paso, cubriendo la retirada de los que atraparon al Alfa.
¡Una docena de pálidos! El lobo maldijo tratando al menos de trotar hacia el pozo. Entonces oyó relinchos y cascos al galope que se alejaban por el otro extremo de la aldea.
—¡Retrocedan! —ordenó a los que se adelantaran tras el Alfa—. ¡Retrocedan todos! ¡Liquiden a los que quedan!
Su autoridad como Beta se impuso hasta a los más enardecidos, y pronto los lobos comenzaron a pasar corriendo a su lado en dirección opuesta, de regreso hacia los campos para poner fin a la batalla.
No tardó en reunirse con sus dos hermanos en el centro de la aldea en ruinas. Ninguno de los tres dijo una sola palabra. Que no pudieran escuchar al Alfa tenía un solo significado: los parias lo habían encadenado con plata.
Ahora resultaba evidente que los parias habían enviado a sus vasallos por delante a luchar en los campos, ordenándoles abrir aquel hueco en sus filas para atraer a los lobos más audaces. Y emboscados en las estrechas callejuelas aguardaban los guerreros más fuertes, reconocibles por sus claras cabelleras. Habían atrapado al Alfa y cuatro más con gruesas redes, hiriéndolos con múltiples lanzas de plata para debilitarlos, y se los habían llevado a rastras de sus sementales de batalla hacia el oeste.
—Tienes que curar esa herida, Mael —dijo el otro oliendo la grupa de su hermano herido.
—No hay tiempo —gruñó el lobo, los ojos dorados fijos en la densa oscuridad más allá de las casas en llamas—. Tenemos que seguirles el rastro y liberar a padre lo antes posible.
—No llegarás lejos si sigues perdiendo sangre —replicó su hermano—. Ve a hacerte curar. Nosotros los rastrearemos y te nos unirás cuando los hallamos localizado.
El lobo no respondió, ni siquiera los miró. Permaneció allí junto al pozo cuando sus hermanos se alejaron a largos saltos para desaparecer en la noche. Entonces alzó la cabeza al cielo y soltó un largo aullido. En el campo de batalla, los lobos lo oyeron y se lanzaron con todas sus fuerzas sobre sus enemigos. Poco después, no quedaban jinetes vivos en los campos.
De regreso en el campamento improvisado al sur de la aldea, la jefa de las sanadoras que acompañaban a los lobos estaba al tanto de la gravedad de la situación. En cualquier otro momento, y con cualquier otro herido, habría objetado lo que el lobo le ordenó que hiciera. No en esa ocasión.
—Tal vez nunca te recuperes totalmente —se limitó a advertir.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Alfa del Valle