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Después de hablar, Ana entró en el estudio con sus tacones de cristal resonando sobre el suelo.
Raquel se quedó sola, completamente inmóvil.
Raquel, pobrecita, nadie te quiere.
Esa frase seguía resonando en sus oídos, una y otra vez.
Raquel sabía que Ana la despreciaba. A los ojos de Ana, ella no era más que una sombra en la esquina, una intrusa codiciosa que anhelaba lo que no le pertenecía: la madre de Ana, el amor de Alberto. Y, al final, no tenía nada. Nadie la quería.
Ana la consideraba digna de lástima.
Un dolor punzante le atravesó el pecho a Raquel, como si le clavaran agujas en el corazón. Era un dolor persistente, profundo. Le parecía irónico: la madre de Ana, el Alberto de Ana... ¡originalmente habían sido suyos!
Raquel fijó la vista en la puerta cerrada del estudio. Ana había entrado para hablar con él... ¿Realmente lo convencería de liberar a Felipe?
Ana le había dicho que esperara fuera y escuchara, pero en ese momento, Raquel perdió el valor.
No se atrevía a oír la respuesta.
El calor que había sentido en el pecho momentos antes se fue desvaneciendo poco a poco, hasta volverse completamente helado. Nunca debió haber puesto sus esperanzas en Alberto.
Porque donde no hay esperanza, no hay decepción. Y sin decepción, tampoco hay más heridas.
Una criada se acercó con una bolsa de hielo. —Señora, aplíquese esto en el rostro.
—No hace falta. —respondió Raquel.
...
Dentro del estudio.
Alberto estaba sentado en su escritorio, revisando documentos. Ana se acercó y, con un gesto afectuoso, comenzó a masajearle los hombros. —Alberto, escuché que mandaste capturar a Felipe.
Alberto levantó la mirada de los documentos. —¿Aureliano te buscó?
Su mirada era afilada. Con él, nada podía mantenerse en secreto.
Ana lo admitió sin rodeos. —Sí. Alberto, déjalo ir. Sus familias han sido aliadas desde siempre, tienen negocios juntos. ¿De verdad quieres romper relaciones por culpa de Raquel? No vale la pena.
No vale la pena por culpa de Raquel.
Todos decían lo mismo.
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